Leo conducía como un hombre que había perdido la capacidad de pensar con claridad. Las luces de la ciudad se desvanecían ante él, su teléfono abandonado en el asiento del copiloto, las llamadas sin contestar iluminaban la pantalla y volvían a apagarse. Para cuando llegó a la casa de Isla, le temblaban tanto las manos que tuvo que sentarse en el coche un minuto entero antes de salir.
Dentro de la casa, Isla ya estaba esperando.
Se había puesto algo suave y familiar: el pelo suelto, el rostro cuidadosamente desprovisto, la mirada que siempre usaba cuando quería recordarle quiénes eran. Cuando oyó que se abría la puerta, sonrió para sí misma.
"Viniste", dijo con suavidad, caminando hacia él. "Sabía que vendrías. Sabía que te calmarías con el tiempo. Leo, podemos hablar..."
El sonido de la bofetada resonó en la habitación antes de que pudiera terminar la frase.
Isla se tambaleó hacia atrás, aturdida, llevándose la mano a la mejilla. Lo miró fijamente como si no reconociera al hombre que t