Por un instante —uno imposible, uno que jamás debió existir— sentí que me perdía en ese beso.
No fue dulce. No fue romántico.
Fue invasivo.
Fue como si mi cuerpo hubiera olvidado a quién pertenecía, como si la voluntad se me hubiera desordenado por dentro, traicionándome.
Su lengua se abrió paso en mi boca con una seguridad que me heló la sangre. Sus labios tomaron los míos con exigencia, con esa certeza peligrosa de quien está acostumbrado a poseerlo todo.
Como si yo ya fuera suya… y aún no lo supiera.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Se estremeció.
No de placer, no del todo, sino de algo más oscuro: confusión, miedo, una chispa prohibida que odié sentir.
Entonces reaccioné.
Lo empujé. Lo alejé casi de golpe, como si despertara de una pesadilla demasiado real.
—¡Váyase de aquí!
Mi voz salió quebrada, pero firme.
Él me miró. No parecía molesto. No parecía sorprendido.
Esbozó esa sonrisa. Esa maldita sonrisa que siempre había odiado de él.
Una sonrisa lenta, segura, peligrosa.
—V