CAPÍTULO 2

Me oculto detrás de un gran roble, parece que me encuentro en un jardín o en el patio trasero de alguna casa antigua. Las flores y plantas muy bien cuidadas hacen del lugar algo precioso.

—Nadie se va a enterar, mi dulce amada... —Un hombre extremadamente pálido y de cabello negro toma de la mano a una chica rubia y muy hermosa, más joven que él.

—Lo mejor es guardar distancias, mi señor.

La mujer se aleja y él la lleva de nuevo hacia su cuerpo firme. Ella termina cediendo, hasta que acaban besándose los dos, con pasión desenfrenada.

El hombre es alto e imponente, tiene un gran bigote debajo de su protuberante nariz y viste un traje bastante anticuado, parece algún rey o persona realmente importante.

Mi vista se enfoca de inmediato en un muchacho que aparece en el lugar, tiene un aspecto hermoso y exótico, jamás había visto un chico así de apuesto: su cabello negro y corto resalta el color azul celeste de sus ojos, la pálida piel y los labios rojos de un tono parecido a la manzana; sus rasgos son muy delicados, pero tiene una mirada severa.

—¿Qué haces aquí? ¡Anda, vuelve a casa! —El hombre se acerca a una velocidad descomunal y lo envía al suelo de una bofetada.

—Padre... —El niño se soba la mejilla y levanta la cabeza, mira con odio a aquel hombre violento.

—Vlad, no lo trates así, es solo un niño, es tu hijo. —La mujer lo ayuda a levantar y deposita un beso en su frente.

—¡Es desobediente! —Levanta la voz con notoria molestia y luego fija su vista en la mujer—. Ambos váyanse, nadie puede verlos conmigo, eso sería inaudito, mi dulce. Regresaré con bien de la batalla con los turcos, te prometo que volveré, mi dulce...

Acaricia el rostro de la mujer y ella asiente, no sin antes mirarse por algunos segundos, con aquella devoción de dos personas que se aman.

El chico resopla con ira y su mirada cae en la mía, su expresión cambia de inmediato a una curiosa y sonríe de forma apenada. Después da la media vuelta, hasta hacerse cada vez más borrosa su imagen...

Despierto en medio de la noche, con la garganta seca y muy molesta. ¡Es la milésima vez que ese tipo de malditos sueños me desvela! Desde la muerte de mi madre se han vuelto más insistentes. Hace poco más de un mes que ya no está conmigo y ha sido muy difícil vivir sola en una pensión para estudiantes.

Echo un vistazo al reloj que hay en la mesita de noche, son pasadas las tres de la mañana. Opto por quedarme acostada, esperando a que llegue la hora. Esperando dar la cara al mundo aunque me sienta morir. Cuando sale el sol, me doy un rápido baño con agua tibia, debido al frío que siento y el cual me hace temblar. Veo mi reflejo en el espejo y siento mucha ira al observar aquel rostro que provocó mi desgracia. La desgracia que me mató aquella noche. Quizá era muy llamativa en ese tiempo, pero ahora luzco demacrada como una drogadicta que ha escapado del centro de rehabilitación. Considero que es mejor así, que no haya belleza que desear en mí.

Salgo sin desayunar, no tengo hambre y prefiero fumar un cigarrillo. Cuando llego a la universidad, tengo que soportar los insultos y sobrenombres que me gritan. «¡Hey criminal!», una chica grita, pero al ver que no respondo lanza un huevo crudo a mi cabeza, haciéndome trastabillar y perder la poca paciencia que me queda. Me giro hecha una furia, decidida a golpearla hasta el cansancio, pero un hombre detiene mi cuerpo con firmeza.

—¡Cálmese señorita!

Quito sus manos de encima mío y lo fulmino con la mirada al darme cuenta que es el profesor Popescu. Siempre tiene que ir por donde yo voy, es como si me siguiera.

—¡No me toque! ¡¿Tengo que repetirselo a diario?! —grito con la voz rota, aún sintiendo su tacto sobre mi piel cubierta por las mangas de la chaqueta.

Pongo mis manos bruscamente sobre su pecho firme y lo empujo con fiereza. Doy un vistazo a todos, la gente me observa como si yo estuviera demente, y eso me afecta mucho. No lo pienso más y huyo hacia el bosque, escapo del mundo y de todo lo que me hace daño, de mí misma. Avanzo hacia un precipicio sin detenerme, a medida que corro voy lanzando mis pertenencias al suelo, quizá lo mejor sea saltar y acabar con todos mis tormentos y dolor que casi no me permiten respirar.

«¡Electra, no!». Paro en seco al escuchar aquel grito masculino. De nuevo aquella voz, creo escucharla en mi mente. Me giro hecha un manojo de nervios, pero no veo a nadie, el lugar solo está repleto de árboles y del canto de los pájaros.

—Eres nuestra... —Es la voz del profesor.

Siento mi rostro palidecer. Doy la media vuelta despacio, esperándome lo peor. El profesor Popescu se encuentra frente a mí, sus ojos están completamente negros y lo único que irradian es muerte. Espabilo una y otra vez, tratando de pensar que estoy viendo mal o simplemente es que me he vuelto loca sin darme cuenta. Nadie puede tener unos ojos así de oscuros.

No puedo articular palabra alguna, solamente mi instinto me grita que huya.

—¿No recuerdas? —Se acerca cada vez más a mí, con aquel rostro inundado de furia y una especie de picardia que no debería tener—. ¿No recuerdas lo que dijiste?

Frunzo el ceño por su extraña pregunta y doy la media vuelta de nuevo, pero grito de terror cuando aparece frente a mí, muy cerca de mi rostro. Me toma de la cintura con posesión, con lujuria en aquellos ojos oscurecidos en maldad. Forcejeamos mientras intenta besarme y lastimar con sus largas uñas mis brazos.

—¡No me toque, yo no le prometí nada! ¡Está loco! ¡Auxilio!

Aleja mi cuerpo con brusquedad y caigo al suelo hiperventilando, con la respiración entrecortada y a punto de tener uno de tantos ataques de pánico. Siento mi cuerpo entre frío y cálido, los árboles parecen caer sobre mí, respirar se hace cada vez más pesado y doloroso. No levanto la cabeza, solo me hago un ovillo sobre la hierba húmeda, abrazándome fuertemente a mí misma para no perder la noción de mi existencia.

Toso sin parar y me arrastro en el suelo, mareada y temblorosa. ¿Por qué tengo que ser tan débil? Si pudiera al menos defenderme y no ser esto, tan estúpida como siempre he sido. Quisiera poder ser fuerte como otras mujeres, o al menos no avergonzarme de mí misma. Quiero pelear y luchar por mi vida, sin embargo, sigo siendo una m*****a cobarde.

Levanto la vista y al ver la lujuria en sus ojos, mi corazón late mucho más fuerte y la sangre bombea ruidosamente en mis oídos. Se agacha para rozar con sus manos la piel de mis hombros y bajar despacio los tirantes de mi blusa. Es agónico, doloroso, todo su tacto me hiere como mil puñales.

—Por f-favor... —sollozos y gemidos lastimeros salen de mi boca.

No tengo las fuerzas para defenderme, es como si mi cuerpo no pudiera responder a mis gritos de terror, de huir lejos.

—Tranquila, luego de esto te mostraré con orgullo ante la corte de fuego. Serás oficialmente la señora Popescu y exterminaremos a esas sanguijuelas solo con tu exquisita sangre... Lo prometiste hace siglos, pero hoy lo cumplirás...

Escucho su voz muy lejana, puedo entender claramente las incoherencias que dice y ninguna tiene sentido.

Lo veo alejarse de mi cuerpo y comienza a desvestirse despacio, sin un ápice de vergüenza lanza su camisa de seda a mi lado. No me fijo en su cuerpo, solo quiero matarlo con mis propias manos antes que se repita de nuevo la pesadilla que me desgració la vida.

Me levanta con fiereza y en un solo movimiento me sienta a horcajadas sobre él. Puedo sentir su asquerosa y dura masculinidad rozar mi entrada, esa que está prohibida para todos. No opongo resistencia hasta que empieza a masajear mis senos por encima de la tela e intenta besarme en la boca. De repente, todas las alarmas se encienden, mis retorcidos pensamientos comienzan a hacer presencia y mis manos no pueden dejar de buscar el cinturón que acaba de dejar a un lado de su cuerpo. Lo agarro y aprieto con fuerza, mientras que él sigue enfrascado en besar mi cuello y tocar mis pechos. Con agilidad aprieto su cuello de forma tosca, haciendo que su mirada se clave en la mía. Sin embargo, sonríe y noto que la presión que ejerzo no parece hacerle daño.

Empuja mi cuerpo hacia atrás y veo que de sus dedos empieza a brotar una pequeña llama que luego se convierte en una gran bola de fuego, ardiente y peligrosa. Toca la correa con su mano en llamas y de inmediato el cuero se vuelve cenizas, dejando su cuello libre y sin ningún rasguño. Me levanto rápidamente, aterrada y tratando de convencerme que esto no está sucediendo, que es solo una de esas pesadillas alocadas que mi mente fabrica.

Estoy decidida a saltar al vacío antes de ser abusada de nuevo, antes de eso prefiero morir. Corro más rápido hacia el barranco dejando todo atrás, pero mi respiración se detiene cuando me toma del cabello y de un tirón caigo de espaldas contra el suelo.

—¡No, de nuevo no! Por favor... —Tiemblo por completo al verme sin salida y experimentando el mismo dolor de aquella fría noche.

Niega con la cabeza y ríe con sorna. La rabia me gana y escupo en su cara, entonces su expresión se torna en una endemoniada, poseída por la ira. Propina un golpe en mi mejilla y seguidamente siento el sabor metálico en mi boca. Observa mis ojos con intensidad, casi concentrado, pero luego maldice en voz alta, exasperado.

Me levanto para mostrarle que estoy dispuesta a todo si trata de hacerme daño, pero de inmediato me toma del cuello con rudeza, introduciendo su lengua en mi boca y provocándome arcadas. Respiro con dificultad y toso debido la amargura que se ha instalado en mis papilas gustativas. Noto que la herida interna de mi mejilla sigue sangrando y enseguida miro al profesor, sin embargo, me topo con las sorpresa de verlo en el suelo retorciéndose en dolor y sangrando por la boca. ¡Por Dios! ¿Qué hago? ¿Dejo que muera? No comprendo lo que sucede. De un momento a otro su piel se torna de un color violeta pálido. No sé qué le ha ocurrido, yo no le hice nada para que se pusiera así. Trata de tomar mis piernas y hacerme daño, mas yo no se lo permito. Sin una pizca de remordimiento y con el corazón latiendo fuerte en el pecho, lo empujo hacia el precipicio y cae al vacío, ahogando un grito grave que hace eco y provoca que las aves vuelen de aquí para allá en descontrol.

Dios mío... ¿Qué hice?

Suspiro y dejo caer mi cuerpo al suelo, escondiendo mi rostro del sol y del cielo azul, los cuales parecen reprocharme lo que acabo de hacer. Escucho pasos acercarse a mí, pero no levanto la cabeza.

—Algunos estudiantes me han enviado aquí. ¿Dónde está el profesor Popescu?

La voz de un hombre con acento extranjero inquiere de manera acusatoria.

—Donde tienen que estar los malditos cerdos enfermos como él. —Levanto la mano sin moverme de mi posición y señalo hacia atrás con el dedo.

Sus pasos son firmes y rápidos, me dicen que ha ido a mirar al vacío.

—Necesito que nos acompañe a la estación...

Se acerca y levanto la cabeza para defenderme.

—Pero, ¡¿por qué?! Él intentó violarme y yo solo me defendí. —Mi voz se quiebra al decir aquello.

—Eso ya lo dictaminará un juez, si las pruebas concuerdan con lo que dice usted. Por ahora tiene que acompañarme, así que coopere o utilizaré la fuerza.

Niego con la cabeza y sin remedio me levanto para que el hombre regordete me ponga las esposas. Aquel sonido me hace sentir que esto no va a tener un buen final.

Dos policías más se unen a nosotros y me obligan a subir a la patrulla, después me llevan hacia una estación y encierran en una celda llena de mujeres con aspecto de maleantes. Camino despacio hacia una banca que sobra y tomo asiento sin mirar a nadie, suspiro tratando de calmarme y dejar de sollozar.

—¿Por qué estás aquí, muchacha? —Alguien pregunta.

Levanto la mirada y la mujer parece sorprenderse al ver mi cicatriz en el rostro, luego calma sus curiosos ojos verdosos y tristes, para después acomodar su cabello encrespado.

—Maté un hombre que... quiso abusar de mí...

Se me dificulta pronunciar las palabras, pero eso no parece impedimento para ellas, de inmediato sus miradas reparan en mí con interés y algunas asienten.

—¡Eso es! —Una me apoya y ríe con sorna.

—Ojalá yo hubiera tenido esas hagallas para defenderme... —Otra añade y suspira con pesar.

Aquellas respuestas me hacen notar que el mundo en el que vivo no esta más podrido porque ya no hay más nada que dañar. Obviamente no estuvo bien matar a ese hombre, pero debido a la ira y al desespero por no volver a vivir aquello, pensé en algún momento como estas mujeres y acabé con la vida de esa persona, de mi profesor de psicología. Ahora es cuando en realidad empiezo a notar las graves consecuencias de mis actos. Si tan solo hubiera huido cuando lo vi en el suelo retorciéndose, no estaría aquí.

Hago caso omiso a sus vagas conversaciones y el sueño se va apoderando de mi cuerpo, hasta hacerme perder la atención de todo lo que me rodea...

—¡Hey! ¡Despierta niña! —Me muevo en el asiento y abro los ojos, el lugar está completamente solo. Me levanto rápidamente, pero el dolor en mi cuello me causa mucha molestia-. Vamos a llevarte a una cárcel de máxima seguridad...

La expresión en mi rostro se torna en una de angustia. Aprieto las manos con ahínco y ansiedad, no quiero ir presa.

—¿No habrá un juicio? ¿Y mi abogado? O al menos... —La elegante mujer me interrumpe con un gesto de su mano.

Viste un traje parecido al que usan las mujeres que trabajan para entidades del gobierno.

—No habrá nada de eso, has asesinado al joven Popescu, el hijo del alcalde de aquí, de Bucarest. Te has metido en un grave problema, muchacha.

—P-pero... —No puedo hablar con claridad, me encuentro totalmente desecha.

—Anda...

Me lleva de forma ruda por los hombros hacia un largo corredor repleto de celdas y de mujeres maldiciendo o discutiendo. A la salida, una mini van de color blanco nos espera y me subo sin oponer resistencia. Tiempo después llegamos a un amplio lugar pintado de color gris, con un ambiente horrible y en medio de la nada. No hemos entrado y ya siento cómo la libertad me abandona.

Firmo unos documentos, lo que supongo es mi entrada al Infierno. Me entregan el uniforme amarillo de reclusa y me visto rápidamente, para después ser llevada a una celda vacía y solitaria. Hay mucha seguridad, sería imposible para alguien fugarse de aquí.

—Espere... —Me dirijo a la guardia que me observa con pena—. ¿Cuánto tiempo estaré aquí?

Responde antes de darme la espalda y marcharse:

—Toda la vida. Ya eres considerada un peligro para la sociedad...

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