ELENA
Lycan me llevó por un pasillo hasta un baño que parecía sacado de una revista de castillos millonarios. Mármol blanco, detalles dorados, y una bañera tan grande que pensé que podía nadar estilo mariposa si me daba por ahí. El agua ya estaba preparada, tibia, perfumada con lavanda y rosa.
—¿Esto es una trampa? —pregunté, medio en broma, medio en serio.
Lycan no respondió. Solo me miró con esa cara de “no te resistas, humana testaruda”.
Y entonces ocurrió. El momento temido. El momento del “desvestimiento”.
—Voy a ayudarte.
—¡No! —grité como si me fuera a atacar con una espada—. ¡Tengo manos! ¡Funcionan! ¡Mira!
Le agité las manos delante de la cara.
Lycan suspiró. Paciente. Como si estuviera lidiando con una cabra rebelde.
—Elena, estás temblando. Solo quiero ayudarte.
—¡Pues ayúdame a encontrar una túnica! ¡O una cortina! —respondí, abrazándome a mi camiseta como si fuera mi escudo.
Al final, tras una negociación digna, accedí. Pero con condiciones.
—Ni una mirada sospechosa. N