Una Rata Escurridiza
La cabaña se sentía demasiado grande sin ella.
Helena caminaba de un lado a otro, fingiendo leer un libro. Meyrick, en una de las esquinas, hojeaba unos informes en silencio. El fresco de la noche de verano entraba por las ventanas, pero no era suficiente para disipar el pesado ambiente en la cabaña principal.
Los trillizos estaban sentados en fila en el sofá, uno al lado del otro, sin decir palabra desde hacía rato. A diferencia de otros días, no discutían por quién tenía el juguete más ruidoso o cuál era el turno de bañar a Bear. Esa mañana, ni siquiera habían probado el desayuno.
Aleck fue el primero en romper el silencio.
-Helena… -La llamó, con voz suave, casi temerosa. -¿Todavía no hay noticias?
La mujer lo miró desde el umbral de la cocina y negó despacio, con un gesto amable pero firme.
-No, corazón. El curandero está haciendo todo lo posible, pero aún no despertó. Tienen que ser pacientes.
-¿Podemos ir a verla? -Insistió Eliot, enderezándose. -No vamos a