Volví a la habitación con el corazón en un puño, intentando no temblar, no derrumbarme otra vez. Cerré la puerta con cuidado y me apoyé contra ella, como si pudiera detener al monstruo que acechaba del otro lado solo con mi espalda. La imagen de Jessica, con mi rostro y mi voz, seguía quemándome la mente como un mal sueño del que no podía despertar.
Pero esto no era un sueño.
Era mi vida.
Mi cárcel.
Mis hijos aún jugaban en la sala, ajenos al horror que acababa de ver. No podía dejar que se enteraran. No aún. No de esa manera.
Me senté en la cama, respirando con dificultad, mientras mi mente comenzaba a trabajar a toda velocidad. Necesitaba una salida. No podía quedarme allí esperando a que Alexander me reemplazara por esa mujer vacía. No podía permitir que se llevara a mis hijos, que los criara como piezas de su juego enfermo.
Tenía que escapar. No mañana. No en una semana. Ahora.
Pero… ¿cómo?
No tenía teléfono. Alexander se había asegurado de que no tuviera forma de comunicarme con