El primer rayo de sol se coló tímidamente entre las cortinas entreabiertas, iluminando el rostro sereno de Hugo, dormido profundamente junto a ella en el sofá. Ana, aún envuelta en la manta ligera que los había cubierto durante la noche, sintió un peso cálido en su cintura: la mano de él, relajada. Una punzada dulce le oprimió el pecho al observarlo, el vendaje blanco en su hombro, visible bajo la tela de la camisa que no se había terminado de quitar. La paz de la madrugada comenzaba a ceder ante la promesa de un nuevo día.Un golpeteo suave, casi vacilante, resonó en la puerta. Ana se incorporó con cuidado, intentando no perturbar el sueño ligero de Hugo.—¿Mami...? —La voz dulce y ligeramente insegura de Chiara llegó amortiguada a través de la madera.—¿Papá...? —Siguió el murmullo somnoliento de Bernardo.Sus voces eran una mezcla de una curiosidad recién despertada y una esperanza infantil, como si al otro lado de la puerta se escondiera una sorpresa maravillosa.Con una lentitud
La mañana del adiós amaneció con la calidez dorada que precede a un día pleno, como si el sol mismo quisiera envolverlos en un último abrazo antes de su partida. El aire, aún impregnado del suave murmullo del mar de la noche anterior, se mezclaba ahora con el ajetreo creciente del resort. Carritos de maletas chirriaban sobre los adoquines, turistas con el rostro aún marcado por el sueño cruzaban el lobby, sus sonrisas teñidas de una dulce nostalgia por los días vividos. Se respiraba esa atmósfera peculiar, ese silencio expectante que anuncia el final de algo hermoso.Dentro de la villa, Ana cerró la maleta de los niños con un suave clic. No solo guardaba ropa doblada; cada prenda parecía contener un eco de sus risas en la piscina, la textura pegajosa de sus manos cubiertas de helado, la suavidad de sus abrazos bajo la sombra fresca de las sombrillas. Chiara danzaba en círculos, el vuelo de su vestido de lunares llenando el espacio de color, mientras Bernardo, con la lengua asomando en
Dos años despuésEl viento cálido jugaba entre las ramas plateadas de los olivos, agitando las hojas con un susurro que sonaba a secretos antiguos y promesas de calma. El sol de la tarde caía oblicuo sobre la villa de piedra clara, tiñendo la fachada de tonos miel y melocotón, como un suave abrazo dorado. El aire transportaba el aroma terroso y húmedo de la tierra recién regada, la punzante frescura de la albahaca acariciada por el sol, la dulzura intensa de los tomates maduros que llenaba el aire al ser recolectados del huerto trasero.La villa se asentaba en una ladera suave, rodeada por la geometría verde oscura de los viñedos y la explosión amarilla vibrante de los girasoles que se mecían en la distancia como un mar dorado bajo la brisa. Era sencilla, con la calidez acogedora de la piedra y la madera. Real, habitada por risas y silencios compartidos. Un lugar para echar raíces. Un lugar al que siempre se anhelaba volver.Ana salió al porche, acunando a su hija en brazos. La bebé,
Ana María, arquitecta sensible marcada por una pérdida profunda, viaja a Cuba para escapar de su rutina emocional. En una noche mágica en La Habana, conoce a Hugo, un empresario exitoso que también arrastra el peso del pasado. Lo que empieza como un encuentro casual entre mojitos, salsa y caricias robadas, se transforma en una conexión intensa que desafía el tiempo, las heridas y el miedo a volver a amar. Entre besos frente al mar, cenas familiares inesperadas y promesas bajo el sol caribeño, ambos deberán decidir si vale la pena apostar todo por un amor que llegó sin aviso.Después de años ocultando su tristeza detrás de una sonrisa educada, Ana María emprende un viaje a Cuba con la esperanza de reencontrarse consigo misma. Arquitecta brillante, hija única y víctima de una pérdida que marcó su cuerpo y su alma, Ana ha aprendido a vivir en automático, convencida de que el amor —ese que transforma, sacude y reconstruye— no es más que una ilusión para otros. En su interior, carga con la
El murmullo pegajoso de la ciudad se adhería a la piel a través de las ventanas entreabiertas. El verano florentino era un manto denso, implacable, pero Ana apenas lo registraba. Sentada en el suelo de parqué frío, rodeada de la geografía desordenada de cajas a medio llenar, intentaba ordenar mentalmente las posesiones que cruzarían el umbral con ella, como si en la organización física pudiera encontrar un atisbo de coherencia para su propio torbellino interno. Una vieja postal de los Uffizi asomaba ladeada de una caja, un recordatorio mudo de tiempos más ligeros.Buscó a tientas en el cajón de la mesita de noche su libreta de viaje de t***s de cuero curtido, pero sus dedos chocaron con un objeto inesperado: un sobre de papel manila, suavizado y deshilachado en los bordes. Lo identificó al instante por el tacto.Su corazón dio un vuelco brusco, un aleteo descontrolado que parecía rebelarse contra el peso de la memoria.Dentro, plegadas con una delicadeza dolorosa, aguardaban las dos ec
La música electrónica envolvía el lugar; luces brillaban en medio de la oscuridad, y una multitud se agolpaba afuera, esperando entrar al exclusivo Golden Bar. Era una noche más en el club más codiciado de la ciudad. Solo la élite era bienvenida. Para ingresar, había que hacer una reservación con meses de anticipación. La administración mantenía un estricto control sobre los invitados, garantizando así la seguridad de todos los asistentes.El Golden Bar se encontraba en el corazón de Chicago, rodeado de rascacielos que parecían custodiarlo. Desde afuera, su fachada de vidrio y acero reflejaba las luces de la ciudad, mientras un letrero dorado con letras elegantes anunciaba su nombre. Dentro, el ambiente era una mezcla de lujo y modernidad. Las paredes de ladrillo expuesto contrastaban con los muebles de terciopelo negro, y las lámparas colgantes de diseño arrojaban destellos dorados que iluminaban el espacio con un aire sofisticado.El bar se dividía en dos secciones: el restaurante, g
El avión vibró suavemente, anunciando el inicio del descenso. Ana apoyó la frente en el frío cristal de la ventanilla, observando el despliegue infinito del mar Caribe bajo ella. El turquesa líquido parecía susurrar promesas que iban más allá del calor sofocante: una ilusión de olvido, quizás.Cerró los ojos brevemente. La presión del cinturón de seguridad contra su vientre se confundía con la opresión familiar que anidaba en su pecho desde hacía incontables meses. Dejar atrás la grisura metódica de Florencia, sus fantasmas callados que se movían entre las sombras de los recuerdos, se sentía casi como una deserción. Sin embargo, una chispa diminuta, terca y resiliente, aún latía en su interior, anhelando la simpleza de vivir, de respirar sin el peso constante.Quizá no olvidar, pensó, pero al menos… sobrevivir.Una suave presión en su mano la devolvió al presente. Laura la miraba con una comprensión silenciosa.—Ya casi llegamos —murmuró con dulzura.Ana solo pudo asentir. Su voz se se
La Habana era un torrente indomable de vida.Hugo caminaba sin rumbo, dejando que las calles lo arrastraran como una corriente cálida.El sol caía a plomo sobre los tejados desvencijados, el aire olía a salitre, a frutas maduras, a promesas no cumplidas. Se aflojó el cuello de la camisa de lino y siguió andando, esquivando puestos de artesanía, niños corriendo descalzos, ancianas que vendían flores desde canastas gastadas. Había algo en aquella ciudad que le removía algo antiguo en el pecho, como si las paredes desconchadas le hablaran en un idioma que había olvidado. Pasó junto a una plaza abarrotada. Un hombre tocaba un viejo tres cubano bajo un toldo deshilachado. La melodía, melancólica y viva, se enredó en la brisa y se coló en sus oídos sin permiso. Por un momento, Hugo cerró los ojos. Y por primera vez en mucho tiempo, no sintió el peso de Chicago sobre sus hombros. En algún punto no muy lejano, entre el mismo bullicio y bajo el mismo sol, Ana avanzaba entre el bullicio, flanque