El murmullo pegajoso de la ciudad se adhería a la piel a través de las ventanas entreabiertas. El verano florentino era un manto denso, implacable, pero Ana apenas lo registraba. Sentada en el suelo de parqué frío, rodeada de la geografía desordenada de cajas a medio llenar, intentaba ordenar mentalmente las posesiones que cruzarían el umbral con ella, como si en la organización física pudiera encontrar un atisbo de coherencia para su propio torbellino interno. Una vieja postal de los Uffizi asomaba ladeada de una caja, un recordatorio mudo de tiempos más ligeros.
Buscó a tientas en el cajón de la mesita de noche su libreta de viaje de t***s de cuero curtido, pero sus dedos chocaron con un objeto inesperado: un sobre de papel manila, suavizado y deshilachado en los bordes. Lo identificó al instante por el tacto.
Su corazón dio un vuelco brusco, un aleteo descontrolado que parecía rebelarse contra el peso de la memoria.
Dentro, plegadas con una delicadeza dolorosa, aguardaban las dos ecografías. Dos fantasmas diminutos, trazos borrosos de vidas que una vez danzaron bajo su piel. Dos universos truncados, silenciados antes de florecer.
Ana rozó las imágenes con la punta de los dedos, la textura satinada del papel apenas perceptible, como si aún pudiera insuflarles una protección tardía contra la erosión del tiempo. El dolor era un inquilino antiguo, una sombra familiar que se sentaba a su lado en silencio, con una lealtad sombría.
Años habían sedimentado sobre aquellas pérdidas, y aun así, la oquedad era tan palpable como la primera vez, un eco constante en el pecho.
Un suspiro tembló en sus labios, una lucha vana contra la punzada aguda que ascendía desde el plexo solar hasta la garganta, cerrándole el paso al aire. Sabía la lógica implacable que exigía guardar las imágenes y retomar la tarea de empaque. Sabía la esterilidad de revolcarse en el lodazal del pasado. Pero también conocía la persistencia de las heridas profundas, aquellas que se resisten a cicatrizar por completo.
El breve timbre electrónico de su móvil la sobresaltó, cortando el silencio como un filo. Un mensaje, conciso y brutal en su simpleza:
"Franco y Camila esperan un bebé. Tres meses."
Ana parpadeó lentamente, como si la noticia hubiera impactado su cuerpo físicamente.
Franco, su exesposo. El hombre con quien había tejido cinco años de su existencia, los intentos fallidos, las esperanzas rotas, las promesas desvanecidas como volutas de humo. El mismo hombre que se había negado a explorar la ciencia cuando los médicos sugirieron la fertilización asistida, escudándose en un escalofriante "no quiero hijos defectuosos", un frío "prefiero que la naturaleza decida".
El mismo hombre que la había abandonado, articulando la necesidad de una familia "completa", alguien que no arrastrara consigo el peso de cicatrices invisibles.
Ana se obligó a inhalar profundamente, a mantener la verticalidad de su cuerpo. Pero el dolor era un latido salvaje bajo su piel, un rugido sordo que amenazaba con desgarrarla por dentro.
Recordó con una nitidez cruel la última conversación entre ellos.
Franco, impecable en la rectitud de su traje a medida, sentado frente a ella en el salón ahora casi vacío, exponiendo su decisión con la frialdad aséptica de quien firma una cláusula contractual:
—Tú y yo no podemos construir lo que necesito. Es más honesto que cada uno busque su propio camino.
Su propio camino. Qué liviano sonaba en labios que no conocían el eco fantasmal de dos latidos extintos.
Mientras Franco hablaba, Ana sentía cada palabra como un pellizco que iba destiñendo los colores de los años compartidos, hasta dejar sólo un eco pálido de lo que alguna vez fue.
Dejó caer el móvil sobre la tela arrugada del sofá. Se levantó con lentitud, cruzó el exiguo salón y abrió de par en par las ventanas. La bocanada de aire caliente entró en oleadas, cargada del olor a asfalto y a flores marchitas, pegándose a su piel como un sudario invisible, pero al menos era aire tangible. Al menos era una realidad palpable.
Se apoyó en el marco de la ventana, dejando que el sol inclemente le quemara la frente, una penitencia innecesaria. Y allí, inmersa en la atmósfera sofocante de aquel apartamento desmantelado y silencioso, tomó la decisión con una certeza visceral, sin detenerse a sopesar las consecuencias.
Necesitaba huir.
Necesitaba interponer la vastedad de un océano entre ella y el reguero de todo lo que se había desmoronado.
No podía intentar reconstruirse sobre los cimientos inestables de un lugar que le gritaba constantemente sus pérdidas.
Regresó al escritorio desordenado, encendió la laptop con un movimiento casi automático y, con los dedos entumecidos, tecleó en el buscador "destinos espontáneos". Una fotografía vibrante de La Habana irrumpió en la pantalla: fachadas de colores deslavados por el sol, el pentagrama invisible de la música flotando en el aire, un sol que parecía prometer no solo calor, sino también un bálsamo para la memoria.
Sin concederse un segundo de vacilación, compró un billete.
Un pasaje de ida.
El retorno… era un horizonte demasiado lejano, una incógnita que su mente se negaba a procesar.
Antes de cerrar la maleta con un chasquido definitivo, volvió a tomar las ecografías. Las contempló por última vez, una mezcla agridulce de ternura tardía y una punzada de culpa persistente, y luego las deslizó en un pequeño estuche de cuero envejecido, junto a sus documentos esenciales.
No podía dejarlo todo atrás.
Algunas ausencias se incrustan en el alma y viajan con uno, como una sombra inseparable, sin importar el destino.
Justo antes de apagar el móvil, la pantalla se iluminó con un mensaje rezagado de Laura:
"¿Entonces qué dices? ¿Te animas a venir a La Habana con nosotros?"
Una sombra de sonrisa se dibujó en los labios de Ana, una mueca fugaz que reflejaba la dualidad de la tristeza arraigada y un atisbo de anhelo incipiente. Sus dedos danzaron sobre el teclado con una decisión sorprendente.
"Sí. Me voy con ustedes."
Envió la respuesta antes de que la razón pudiera interponer sus argumentos. No había lazos lo suficientemente fuertes para retenerla, ni excusas convincentes para quedarse.
Quizá, solo quizá, en algún rincón inesperado de aquella isla desconocida, podría desenterrar los fragmentos de quién había sido.
O aprender, finalmente, a ensamblar las piezas de alguien nuevo.