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Capítulo 3: El Punto Ciego del Alfa

Capítulo 3: El Punto Ciego del Alfa

El frío metal de la aguja rozó mi piel.

El pánico se disolvió en una rabia glacial. No era miedo a la muerte ni al dolor, sino una repulsión instintiva a la rendición. Había pasado toda mi vida corriendo de la sumisión y de la manada. No iba a ser silenciada por un Alfa dominante y una jeringa llena de promesas de obediencia química.

—¡No! —grité, más como un aullido interno que como una palabra.

La mano de Kael era rápida, pero yo fui más rápida. No con la fuerza, sino con la pura desesperación. Me moví como una serpiente, girando el torso, y su pulgar se hundió en mi cuello en lugar de la aguja. La presión no me asfixió, pero me inmovilizó.

—Es por tu propio bien —su voz era grave y carente de emoción, el Alfa Supremo haciendo lo que debía, sin placer en la crueldad—. Duerme. Esto será rápido.

El destello dorado del líquido dentro del vial era lo último que vi antes de que el cristal frío de la jeringa se clavara en la curva de mi hombro, justo donde el músculo se unía al cuello. Sentí un pinchazo y el escalofrío helado del supresor entrando en mis venas.

El efecto fue inmediato y brutal.

Mi cuerpo se sintió pesado, como si la gravedad se hubiera triplicado. Las rodillas se aflojaron, mi visión se volvió borrosa y los bordes de la habitación se tiñeron de negro. El supresor, diseñado para noquear al lobo interior de un lycan de sangre pura, estaba haciendo un trabajo excelente con mi parte loba mixta. Sentí que la energía abandonaba mis extremidades, arrastrando mi conciencia con ella.

No. Me. Rindo.

En esa fracción de segundo entre la conciencia y el desmayo, recordé el zumbido. La estática nauseabunda que siempre sentí cuando había magia cerca. Y recordé mi secreto: el click mental, el interruptor que usaba cuando me sentía acorralada, que apagaba la estática.

Ahora, esa estática venía de mi propia sangre, el líquido dorado esparciéndose, atacando los centros nerviosos que controlaban mi poder.

El supresor era una forma de magia química, diseñada por los hechiceros de la manada para controlar la naturaleza animal. Si podía anular la magia de la sangre de los brujos, ¿podría anular la magia del suero?

En un acto de voluntad pura, desatado por el pánico y la furia hacia el hombre que me sostenía, empujé mi mente hacia la nada.

El click fue como el sonido de una bombilla explotando en una habitación oscura.

El zumbido del supresor desapareció. La pesadez en mis miembros se desvaneció. El negro que invadía mi visión se retiró. Me sentí ligera, vacía, despojada de toda influencia externa, tanto la química del suero como el tirón irracional del mate.

La aguja ya estaba fuera de mi piel, pero Kael aún me sujetaba.

Se retiró un paso, esperando que mi cuerpo colapsara contra él. Esperando la inminente rendición.

En lugar de caer, mis ojos se abrieron, limpios y letales. Usé el momento de sorpresa en su rostro. Hice girar mi cadera y di una patada alta, golpeándolo de nuevo, esta vez en el pecho, donde su corazón latía con la ferocidad del Alfa que era.

El golpe lo hizo retroceder tres pasos. Kael se sujetó el pecho, sus ojos dorados fijos en los míos, cargados de una incredulidad que era casi cómica.

—¿Qué... qué eres? —su voz era áspera.

—Tu peor pesadilla —siseé, sintiéndome extrañamente vigorizada por la adrenalina pura. El supresor era ceniza en mi sistema.

Kael se recuperó de inmediato. El shock se convirtió en ira, y la ira en una determinación brutal.

—Ya veo. Eres un desafío a todos los niveles —declaró, arrojando la jeringa con un tintineo contra la pared de piedra.

El juego había terminado. Esto no era una negociación forzada; era una confrontación.

Corrió hacia mí. No para atacarme, sino para neutralizarme. Era demasiado rápido para mi vista humana. Intenté esquivarlo, pero su brazo se cerró alrededor de mi cintura, levantándome del suelo. El calor de su piel a través de la camisa delgada era una tortura, el vínculo gritando ¡tuyo! mientras mi mente gritaba ¡nunca!

Comenzó la lucha. No era una pelea justa; era una loba de sangre mixta, entrenada en defensa personal callejera, contra un Alfa entrenado en combate mortal.

Me retorcí, intentando morder. Me pegó a su cuerpo con más fuerza.

—Detente, niña estúpida. Estás desperdiciando energía —me ordenó al oído.

—Déjame ir, escoria dictatorial —respondí, dándole un cabezazo en la barbilla.

El golpe le afectó apenas un poco, pero le hizo aflojar su agarre. Fue suficiente. Me deslicé de sus brazos y me zambullí bajo sus piernas, lista para correr hacia la escalera del segundo piso. No por el dormitorio, sino porque en ese piso podría encontrar algo, cualquier cosa, que pudiera usar como arma.

Pero Kael no me persiguió a la carrera. Anticipó mi movimiento. Cuando mis pies tocaron el primer escalón, se lanzó.

Me agarró por el tobillo, y caí de espaldas, golpeándome la nuca contra el peldaño de piedra pulida. Antes de que el dolor me aturdiera, Kael ya estaba sobre mí, inmovilizándome por completo.

Su peso era aplastante. Estábamos en el escalón más bajo de la escalera de caracol. Yo estaba boca arriba, mis manos atrapadas a los lados de mi cabeza, mis rodillas acorraladas por su cadera. Éramos un enredo de ira, cuero y feromonas.

—No eres una mujer para someter, eres una para domesticar —su voz era baja, gruesa, cargada con una mezcla de frustración furiosa y el tirón primitivo del mate al que yo me había vuelto inmune gracias al click de mi poder.

—No me domesticarás. No soy un perro —dije con la respiración entrecortada.

—No, no lo eres. Eres el único ser vivo que ha anulado mi magia de curación y mi supresor. Eres una anomalía. Y eso me aterra —admitió, con una honestidad brutal.

Sus ojos dorados se clavaron en los míos. El peligro se sentía tan físico como el contacto de su cuerpo sobre el mío.

—El vínculo está gritando, Anya. Está gritando que somos uno. Pero tu mente se niega. Tu poder se niega. Ahora entiendo la profundidad de tu don: eres un punto ciego para cualquier lobo. Un silencio donde debería haber obediencia.

—Y eso te destroza el plan.

—Me destroza el alma —me corrigió. Su rostro se acercó. Esta vez, no buscaba un beso de sellado legal; buscaba una respuesta. Buscaba la prueba de que el vínculo era real, incluso si ella lo negaba. —¿Por qué me enseñaste el recuerdo? —exigió, su aliento caliente y furioso—. ¿Lo has hecho para debilitarme?

—No lo sé —dije, honesta—. Fue un dolor. Un pulso. La plata. El cuchillo. Vi a tu familia muriendo. Yo no soy responsable de tu dolor.

La mención de su familia y el dolor que sentí a través del anillo pareció desinflar parte de su furia. Su peso sobre mí se hizo menos opresivo.

—La Plaga de la Ceniza... —murmuró, su mirada desenfocada. El recuerdo lo había arrastrado.

Aproveché la distracción. Llevé mi rodilla hacia arriba y la clavé en el costado de su costilla, no con la intención de herir, sino de desequilibrar.

Kael lanzó un gruñido, pero esta vez, fue menos de dolor físico y más de frustración. Se quitó de encima con una explosión de movimiento, levantándose y retrocediendo dos pasos.

Estábamos jadeando. El aire en la habitación había pasado de ser opresivo a ser eléctrico.

Kael se pasó la mano por el cabello negro, desarreglándolo. Era la primera señal de desorden que le había visto. Me levanté inmediatamente, retrocediendo hacia la gran chimenea, donde un atizador de hierro parecía una opción viable.

—Basta. La lucha ha terminado por ahora —dijo Kael, alzando las manos en un gesto de tregua forzada.

—¿Crees que te voy a creer?

—No. Pero ahora sé que forzar el vínculo solo me dará una luna muerta o una rebelde, y necesito que seas la primera para salvar a mi gente. Si anulas mi supresor, debes anular la magia de los hechiceros. Eres demasiado valiosa para que mueras en mi cama.

Su confesión, hecha con esa frialdad de líder, me hizo temblar. No era un halago; era una evaluación militar.

—Entonces, ¿cuáles son las nuevas reglas, Alfa?

Kael me miró, y había algo nuevo y peligroso en sus ojos: respeto.

—Hasta que la Plaga sea erradicada, vivirás aquí. Dormirás en la habitación de arriba.

—Sola —dije, desafiante.

Kael sonrió, esa sonrisa lenta y letal. —No. Según la cláusula, debes estar en mis aposentos. Yo dormiré aquí, en el sofá. Pero debes saber que ese vínculo, que tanto niegas, me hace consciente de cada latido de tu corazón, de cada movimiento. Si intentas huir, lo sabré. Si intentas morir, lo sabré. Y si intentas tocarte pensando en otro hombre, lo sabré, y te aseguro que vendré a corregir tu fantasía.

El aire se cortó. No era una amenaza física, sino un reclamo de posesión mental.

Me quedé en silencio, sintiendo el peso de su vigilancia psíquica. Me había dado el espacio físico, pero había tomado el control mental.

—Sube, Anya. El matrimonio forzado es una cosa, el sueño forzado, otra.

Me di la vuelta y subí la escalera de caracol de mala gana. La habitación de arriba era, si era posible, aún más grande y oscura que el salón. Había una cama con dosel tan enorme que parecía una trampa.

Me acerqué al ventanal blindado. A lo lejos, vi el bosque espeso que rodeaba la fortaleza. Mi única vía de escape, mi libertad, estaba a cien metros de caída vertical.

Me quité la chaqueta de cuero. Dejé caer mis jeans. Estaba furiosa. Estaba atrapada. Y mi cuerpo se sentía extrañamente vibrante, lleno de una energía limpia, como si el supresor fallido hubiera purificado mi sangre.

Me metí en la cama, cubriéndome solo con la sábana de seda. La textura era suave, pero el aroma a Kael era abrumador.

Cerré los ojos, lista para planear mi escape, cuando el vínculo me golpeó de nuevo. No fue un recuerdo ni un dolor, sino una oleada de deseo.

Estaba tan crudo, tan caliente, tan poderoso, que mi respiración se detuvo. No era mi deseo. Era el de Kael. Lo sentí claramente: la frustración animal, el rechazo mental y la absoluta, innegable necesidad de poseer a la mujer que acababa de resistir su dominio.

La oleada era tan intensa que sentí que él estaba en la habitación, justo detrás de mí.

Abrí los ojos y me incorporé de golpe. Mi pecho subía y bajaba. Sentí mis mejillas ardiendo.

Abajo, en el salón, oí el sonido sordo del cuero al estirarse y un gruñido bajo. Kael acababa de recostarse en el sofá.

Y luego, en el absoluto silencio que siguió, el vínculo me envió una imagen: la escena de mi apuñalamiento en la comisura de su mandíbula.

No como un recuerdo. Sino como una fantasía de lo que él quería hacerme ahora. Violento, castigador... y cargado de una pasión oscura que me hizo jadear.

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