Mundo ficciónIniciar sesiónCapítulo 2: La Cláusula del Deber
El silencio que siguió a mi ataque no fue un alivio. Fue una promesa.
Kael se tambaleó menos de un centímetro. Su rostro, que un segundo antes había estado a punto de robarme el aliento con un beso forzado, se contrajo en una mueca de agonía controlada. Si hubiera sido cualquier otro lobo, estaría revolcándose en el suelo. Pero Kael Draconis, el Alfa Supremo con la reputación de ser de acero, solo tembló.
Su agarre en mi muñeca, donde había colocado la maldita argolla de plata negra, se intensificó hasta el punto de la restricción dolorosa. Podía oler el pico de feromonas de furia que emanaba de su piel.
—Eres... —su voz era un gruñido bajo, sacado a la fuerza de un pecho que se negaba a admitir debilidad—, increíblemente imprudente.
—Me niego a ser besada por un dictador. Y me niego a ser tu cautiva —siseé, respirando rápido, sintiendo el subidón de adrenalina. Mi loba, que había estado aullando en terror, ahora aullaba en triunfo.
La expresión de Kael se suavizó, pasando de la agonía a una calma peligrosa. La sonrisa depredadora regresó, pero esta vez, había veneno en ella. Soltó mi muñeca para frotarse ligeramente el abdomen, pero sus ojos no se apartaron de los míos.
—La imprudencia tiene un precio, Anya. Y tú ya has firmado el contrato de matrimonio ante el Consejo. Yo soy un hombre de palabra, incluso cuando esa palabra ha sido forzada por el deber.
Con un movimiento repentino, me levantó del suelo, no con la gentileza simulada de antes, sino como si yo fuera una bolsa de carbón. Me echó sobre su hombro y comenzó a caminar.
—¡Bájame! —exigí, golpeando su espalda con mis puños.
—Disfruta el paseo, Luna. Es lo más cerca que estarás de la libertad por un tiempo.
Los dos guardias, que habían permanecido discretos en el pasillo, finalmente reaccionaron y se acercaron a él. Eran lobos masivos, con cicatrices, y sus ojos reflejaban la misma incredulidad y respeto que vi en el rostro de Kael.
—Alfa, ¿estás bien? —preguntó uno, Beta Aris.
—Perfectamente. Solo tuve una bienvenida entusiasta de mi futura Luna —respondió Kael, y la frialdad de su voz no concordaba con la mentira que vendía—. Aris, necesito que te comuniques con el Consejo de inmediato. La ceremonia debe ser discreta, pero innegable. Para el amanecer, el anillo de su dedo debe ser inamovible.
Me retorcí sobre su hombro, sintiendo la humillación quemándome. La multitud de pasillos que atravesábamos era un laberinto de piedra oscura y pesadas puertas de madera, todas cerradas, reforzando la sensación de encierro. Esta no era una casa, era una fortaleza. Una jaula para algo importante. O peligroso.
Finalmente, Kael se detuvo frente a una puerta de caoba doble, tan imponente como él. Con una patada lateral, la abrió y, sin preámbulos, me tiró sobre una alfombra de piel de oso de un blanco prístino.
Aterricé con un jadeo y me puse de pie de inmediato, preparada para correr.
—No te molestes —dijo Kael, entrando y cerrando la puerta con un golpe seco. El clic del pestillo fue ensordecedor—. Mis aposentos están en el corazón de la fortaleza Draconis. Las ventanas son a prueba de explosiones. Y si decides saltar por el balcón, caerás cien metros sobre roca viva.
El lugar era inmenso. No era una simple habitación, sino una suite de dos pisos. El nivel inferior era un salón con chimenea que rugía, una biblioteca con estantes de piso a techo y una zona de entrenamiento visible detrás de un panel de vidrio ahumado. Todo era oscuro, minimalista y peligrosamente masculino. El olor de Kael era aquí abrumador: su territorio, su aroma, su ley.
—No estoy impresionada —dije, aunque mi corazón latía con miedo.
—No busco impresión, busco obediencia —se dirigió al panel de vidrio, revelando un complejo equipo de pesas y sacos de boxeo. Se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una silla de cuero. Sin la tela, sus hombros y la espalda ancha eran una declaración de pura fuerza bruta. Pude ver las líneas duras y tensas de los músculos bajo su camisa blanca—. Ahora, sentémonos y analicemos tu situación.
Me mantuve firme. —No me sentaré a negociar mi esclavitud.
—Es un buen discurso, pero la realidad es esta, Anya. La Plaga de la Ceniza está buscando Anuladores. Eres un arma rara, y si te encuentran, no solo te usarán para matarnos a todos, sino que morirás en el proceso. Aquí estás viva y bajo la protección más fuerte que existe.
Kael se sentó en un sillón, estirando sus largas piernas. Me miró como si yo fuera un problema de matemáticas complejo que debía resolver.
—El Consejo ha aprobado la Cláusula de Conyugalidad por Urgencia Máxima —continuó, con voz tranquila, como si estuviera hablando del tiempo—. Esto significa que el vínculo debe ser sellado legal y físicamente para garantizar tu lealtad biológica al linaje.
Me reí, sin humor. —Te recuerdo que acabo de atacarte. La lealtad es lo último que obtendrás de mí.
—El vínculo es más fuerte que tu voluntad, por mucho que intentes negarlo —Kael se inclinó hacia adelante. Y entonces, hizo algo que me desarmó por completo: se desabrochó los puños de la camisa y se los arremangó, revelando brazos llenos de músculo y venas que parecían cuerdas de violín—. No lo niegues, Anya. Desde que te puse este anillo, puedo sentir tu ira, tu miedo. Y lo que me revuelve el estómago, puedo sentir tu… atracción.
Mi respiración se aceleró. La repulsión era real, pero el vínculo también era una marea poderosa que tiraba de mí hacia él.
—Estás equivocado. No siento nada más que asco por lo que representas.
—A eso se le llama negación química. Es la primera fase del Mate Prohibido —me corrigió, con una sonrisa irritante—. Dos fuerzas tan opuestas que se rechazan violentamente, pero que, por el mismo motivo, no pueden separarse.
Se levantó y caminó hacia mí, lento, obligándome a evaluar la opción de la huida.
—Las reglas son simples, Anuladora. Puedes vivir en esta suite. Tendrás acceso a la biblioteca y al área de entrenamiento. Tendrás ropa y comida. Pero no saldrás de este espacio sin mi compañía o la de mi Beta de confianza. Y la más importante:
Se detuvo, a un metro, y me miró desde arriba.
—A medianoche, debes estar en esa cama —señaló una escalera de caracol que conducía al segundo piso, donde supuse que estaba el dormitorio—. El matrimonio se legaliza al amanecer. Si el vínculo no se sella de forma consensuada, el Consejo tiene derecho a forzarlo, bajo anestesia, para asegurar el arma contra la Plaga.
Me quedé helada. La simple idea de que mi cuerpo fuera usado de esa manera me hizo temblar de rabia.
—Nunca permitiré que me toques.
—Esa es tu elección. Pero no me subestimes. Si no cooperas, el castigo es peor que el matrimonio. Te enfrentarás a un encierro solitario hasta que te rindas. Preferiría el desafío de tu fuego en mi cama que tu silencio en una celda. Al menos así me mantienes entretenido.
Kael dio otro paso y la distancia se cerró. Estaba de nuevo invadiendo mi espacio, su calor corporal envolviéndome.
—Tu desafío me costará la confianza del Consejo, pero la vale —susurró, con una intensidad repentina—. Eres mía. El anillo lo dice. La ley lo dice. Y te prometo esto: haré que el infierno de nuestra convivencia sea tan intenso que te preguntarás por qué no te has rendido antes.
Intenté replicar con un insulto, pero mis palabras se perdieron.
De repente, mi pecho se contrajo. Fue un dolor agudo, punzante, no en el corazón, sino en el centro de mi esternón. Era una nueva sensación, desconocida y aterradora.
Llevé la mano al pecho, jadeando.
Kael me miró fijamente. Una ligera confusión, casi imperceptible, cruzó su rostro.
—¿Qué pasa?
—El anillo… —apenas pude decir.
Mi visión se nubló. En mi mente, no vi la suite de Kael. Vi una escena rápida y aterradora: una cueva oscura, un hombre de ojos amarillos riendo mientras sostenía un cuchillo, y el destello plateado de una hoja.
El dolor desapareció tan rápido como llegó. Me recosté en la pared, temblando.
—Sentiste algo —afirmó Kael, no como una pregunta, sino como una certeza. Se acercó a mi mano y tomó mi dedo, girando el anillo de plata negra.
—Sentí... un recuerdo. El tuyo. Dolor. Plata. Un cuchillo.
El Alfa se congeló. Su rostro, que antes había sido una máscara de dominio, ahora era una pizarra en blanco, despojada de toda emoción.
—¿Qué has visto? —su voz era baja, peligrosa.
—Un lobo herido. Tú.
Kael soltó mi mano como si me quemara. Se alejó dos pasos, la furia y el miedo luchando en sus ojos dorados.
—El anillo de la Manada Draconis no solo sella el vínculo del mate —murmuró, su voz apenas audible, rompiendo por primera vez su fachada de Alfa invencible—. Es una reliquia de enlace psíquico. Conecta a la Luna con la mente del Alfa, para advertir de un peligro inminente. Pero nunca... nunca antes había transmitido un recuerdo tan violento.
Me miró con una mezcla de horror y fascinación, como si yo fuera una paradoja insoportable.
—Eres más de lo que creía, Anya. No solo anulas el poder de la sangre; lo absorbes o lo manipulas. Me mostraste mi peor recuerdo: la noche que la Plaga de la Ceniza asesinó a mi familia.
El peso de su pasado trágico, que ahora también era el mío, me golpeó. Estaba atada a su dolor.
Kael Draconis se acercó y me tomó la barbilla, levantando mi rostro. Su respiración era agitada.
—Esto es inaceptable. No puedo permitir que nadie, y menos mi enemiga, vea mis debilidades.
Me soltó y caminó hacia la biblioteca, abriendo una caja de seguridad oculta en la pared. Sacó una pequeña jeringa y un vial lleno de líquido dorado.
—Esta es una dosis de supresor, lo suficiente para aturdir a un lobo puro —explicó, acercándose de nuevo.
Mi corazón se aceleró con un pánico renovado.
—¿Qué vas a hacer?
—Vamos a saltarnos el lento slow burn de la medianoche —declaró Kael, con los ojos más oscuros que antes. Agarró mi brazo, la fuerza de su mano haciendo inútil cualquier resistencia. —No voy a esperar hasta medianoche para descubrir qué otras debilidades puedes robarme. No puedo arriesgarme. El vínculo debe ser sellado de inmediato. Y no será consensuado.
Me inmovilizó contra la pared con su cuerpo, la jeringa brillando peligrosamente cerca de mi cuello.
—Lo siento, Luna. El deber siempre va primero.







