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La brisa nocturna era fría, cortante, y aunque el portón de la mansión Montalvo se encontraba solo a unos metros de distancia, la sensación de estar atrapados en una telaraña invisible comenzaba a ser insoportable. Iván y Natalia, con el rostro marcado por la tensión, se habían acercado lo suficiente como para pensar en la libertad, pero el sonido de la voz de Esteban había congelado el tiempo. No podían seguir adelante. No podían huir. Estaban atrapados en su propio juego, y Esteban Montalvo lo sabía.

El silencio que se cernió sobre el jardín, acompañado del sonido de la brisa moviendo las hojas secas, aumentó la presión en sus cuerpos. La luz tenue de los faroles de la entrada parecía crear sombras danzantes sobre sus rostros. No había escapatoria visible, y lo peor de todo era que Esteban no había llegado solo. Un par de figuras emergieron de la oscuridad, otras dos sombras que, aunque no tan imponentes como la de Esteban, no eran menos peligrosas.

Iván apretó la mano de Natalia si
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