Zair miraba a todos en la sala de juntas con aburrimiento. Desde que Anya decidió dejarlo tirado en su miseria semanas atrás, él no tuvo más remedio que volver a fingir que todo en su vida estaba bien. Ella ni siquiera se atrevía a mirarlo directamente a los ojos, solo mantenía distancia entre ambos. Ya ni podía concentrarse a la hora de tener sexo con otras mujeres, por el simple hecho de que la primera cosa que llegaba a sus ojos era el rostro de esa humana descarada.
La había estado siguiendo por si tenía algún amante, pero la mujer era más santa que el aceite de oliva. Todo era para ese mocoso que se hacía llamar su hijo.
Era increíble cómo le tenía envidia a ese ser tan insignificante.
—¿Tiene alguna duda, señor? —preguntó uno de los trabajadores.
—No, todo se encuentra bien hasta el momento. Más tarde le doy una mirada. —Se puso en pie—. Jessica, necesito que vengas a mi oficina.
—Sí, señor.
Zair salió de la sala de juntas y, antes de entrar a la suya, vio cómo Anya salía del el