La cantidad de gente asistente a la boda no era coherente con el número de invitaciones que envié.
Mi familia se reducía a mamá y Alexander, en cuestión de amistades… No tenía muchas, mi personalidad forjada por mi progenitora no era fácil de soportar. Había intentado cambiar, quería pensar que lo estaba logrando.
Envié 3 invitaciones y uno de ellos envió su disculpa porque no podría asistir. Era obvio, no sé en qué estaba pensando cuando le mandé la invitación a Alexander. Tristemente, me di cuenta de que posiblemente jamás lo vería de nuevo, pues el lazo que nos unía era mamá y ella ya no estaba, el corazón se me estrujó al darme cuenta de que yo le tomé más afecto del que él me tenía a mí.
Oficialmente estaba sola.
Las damas de honor eran chicas que jamás había visto, sus vestidos color lila eran preciosos, pero para mí no eran más que intrusas, pero había que reconocerles que fingían bien su papel, durante la toma de fotos cualquiera pensaría que eran mis mejores amigas.
Siempre imaginé que me casaría en una hermosa capilla, que los pájaros cantarían mientras todos miraban con alegría a la feliz pareja que uniría sus vidas para siempre. La realidad es que no había capilla y las palomas molestaban a los invitados. El jardín era hermoso y extenso, adornado de una manera espectacular asemejando a un cuento de hadas y no una prisión.
Estaba nerviosa por varias cosas, entre ellas decir mal los votos, , quedarme sin palabras o peor, sufrir un arranque de locura y salir corriendo para dejar al novio plantado en el altar. Si eso pasaba podía darme por perdida; sería ir a la cárcel al perder el juicio o morir a manos del asesino de mamá.
Jamás podría olvidar su rostro. La policía me mostró su foto y no pude más que pensar que se veía como un hombre normal. No como el monstruo que mutiló a mi madre.
Desde entonces, salir a la calle era una pesadilla, vivía con el miedo a encontrarme a el tipo y que los guardaespaldas de papá, aunque eran altos y fornidos, no fueran suficientes para detenerlo. A veces tenía pesadillas, lo veía acercarse con cuchillo en mano y apuntar directo a mi pecho. Gritaba y le intentaba explicar que yo no tenía la culpa, pero me apuñalaba una y otra vez mientras me ahogaba con mi sangre.
Para evitar eso, solo tenía que hacer las cosas bien el día de hoy.
Desde mi escondite podía ver a los asistentes, buscaba el rostro del asesino de mamá. Cuando compartí mis miedos con papá, me dijo que el tipo no se atrevería a ir, pues habría seguridad y todos estarían atentos. La policía lo seguía buscando, presentarse sería estúpido.
Aún así, el miedo no decrecía.
Un estruendo sonó detrás de mí seguido de un choque metálico, del puro susto grité, pero el ruido lo enmascaró.
Una chica ceñida en vestido de coctel se hallaba en el piso, un perchero sobre ella y la mesa volteada. Su Tablet salió volando hasta mis pies. Uf, eso debió doler.
Me agaché para recoger el aparato, la enorme falda del vestido casi me hizo caer. Boda de ensueño, vestido de princesa, pero falló el príncipe azul.
—¿Estás bien?
Me acerqué a ella y le tendí la mano, la pobre miraba hacia todos lados tratando de orientarse.
—Oh, santos cielos —ignoró mi mano extendida y se puso de pie de un brinco—. No vi el perchero —rio tranquilamente—. La ansiedad está a todo lo que da, discúlpame eh… —miró el piso buscando algo—. Juré que me aprendería tu nombre —le extendí la Tablet y la miró, agradecida—. Ay, cariño, qué linda, muchas gracias —interactuó con ella y entonces me lanzó una ancha sonrisa—. Eloísa, querida Eloísa.
—Esa soy yo.
—Te ves divina, déjame decirte —me inspeccionó de pies a cabeza—. Tu novio tiene tanta suerte de tenerte.
Me ahorré el comentario de que jamás nos habíamos visto y no sabíamos nada el uno del otro.
El contrato estipulaba que nos casaríamos, que en eventos públicos nos presentaríamos juntos, algunos acuerdos de confidencialidad, la cláusula de los hijos (porque no podíamos tener) y demás sobre repartición de los bienes. A partir de este momento, lo que se adquiriera sería de ambos, todas nuestras pertenencias anteriores serían de cada quién.
A él le funcionaba porque no tendría que compartir, yo realmente no tenía nada.
Asentí distraídamente mientras me centraba en permanecer ecuánime, desde temprano me prometí no llorar.
—Vine porque soy, Andrea, la asistente de… Tu padre —explicó todavía jadeante—. Me dijo que después de la boda, me convertiría en tu asistente, así que vengo a presentarme —hablaba muy rápido—. Dejó en mi lugar al idiota de Vicente, eso es machista, admítelo.
Mi padre era machista y tenía muchos pensamientos retrógrados, cualquiera lo intuiría desde que lo conociera. La duda es, ¿por qué alguien querría trabajar con él.
—Mucho gusto, Andrea.
—¿Necesitas ayuda con algo?
—No realmente —necesitaba mucha ayuda, pero ella no podía brindarla—. Disfruta de la fiesta, si no tienes pendientes de mi padre… Haz lo que quieras.
Me miró de una manera extraña, como si hacer lo que quiera no fuera algo lógico y no formara parte de su agenda.
—Y no… ¿Quieres que veamos el itinerario de la luna de miel?
¿La qué? No, eso no estaba en mis planes.
—No sé de qué hablas.
Me miró como si no creyera que hablaba en serio.
—Sí, ya, buena prueba —dijo sarcástica—. Siempre estoy disponible, aún faltan cuarenta y un minutos para la ceremonia, podemos adelantar mucho —sonrió, traviesa—. Te sorprenderá lo rápida que soy.
Y vaya que era rápida. En menos de media hora supe que mi luna de miel serían dos semanas en Mónaco y ya tenía agendadas citas en el spa, con la madre de Anuar y con un supuesto vendedor de arte. Mis siguientes dos semanas ya estaban organizadas.
Pronto, Andrea se despidió y prometió estar al pendiente desde la quinta fila por si algo se requería. Al verla parlotear y caminar en círculos por la habitación se me figuró una ardilla que ingirió exceso de cafeína.
No creí extrañarla, pero al verla salir, el peso de mi soledad recayó sobre mí. Alcancé a vislumbrar a algunas tías lejanas, algunos primos, pero nadie en quien pudiera confiar.
Papá llegó pronto, su traje tan caro como elegante sin una minúscula arruga, se veía imponente y seguro, listo para cerrar el mejor trato de su vida. No quería pensar en mi boda como el mejor trato de su vida. ¿Qué ganaba con esto?
—Irgue la espalda y no olvides sonreír —gruñó.
Asentí, obediente. Supuse que era pedir demasiado escuchar que me veía hermosa o al menos que no era una total decepción.
Me puse de pie, lo tomé del brazo que me ofrecía y salimos juntos a enfrentar mi destino.
La música era hermosa, las dos niñas que tomaban la cola de mi vestido se veían tan tiernas, que por un momento olvidé que la estaba pasando mal. Las miradas se clavaron en mí, veía sonrisas desconocidas, miradas juzgonas y los murmullos inentendibles hicieron acto de presencia.
El peso en mi pecho se volvió insostenible, sentía el aire quemar mi garganta y el calor en mi rostro. Todo estaba mal, no debía estar ahí, esa boda era una farsa y el dinero gastado en ella seguramente me habría servido para poder empezar de nuevo en otro lugar.
Mi futuro marido era un desconocido, no sabía ni su edad. Tal vez sería un viejo decrépito o un tipo violento, ¿Qué tan mal estaba su situación como para ofrecer un trato como este?
Recordé a mamá y su sonrisa, la extrañaba tanto… Hizo una tontería, pero jamás me habría obligado a casarme sin amor con un desconocido. Extrañaba los paseos por el parque de cuando era niña, aquella hora del cuento antes de dormir, la mirada cansada, pero alegre de mi padre al llegar a casa. Y, sobre todo, extrañaba a Daniel.
¿Por qué la vida era tan difícil? ¿Por qué tuve que terminar aquí? Yo solo quería ser amada, encontrar a alguien que me quisiera con todo y mi torpeza y que no pensara que era un fracaso. Eloísa de ocho años estaría decepcionada, todos sus sueños e ilusiones murieron en este momento.
Mi corazón se quebró; probablemente para siempre.
Las lágrimas se arremolinaron en mis ojos, mi sonrisa flaqueó y me obligué a respirar calmadamente. No sería el hazmerreír, tenía que controlarme. Mi padre debió darse cuenta de mi estado, pues apretó el agarre en mi brazo y con un movimiento casi imperceptible de la cabeza, me indicó que debía seguir mi papel.
Todo el camino hasta el juez del registro civil evité mirar al hombre que estaba enfrente. Me distraje mirando a las mujeres y sus hermosos vestidos, los arreglos florales del jardín y los perfectos moños en la mesa de regalos.
Mi corazón se aceleraba por momentos, mis respiraciones incrementaban y se volvían superficiales. Mi estómago cosquilleaba con la necesidad de soltar a mi padre y salir corriendo para no volver. Sentía un hormigueo recorrer mis piernas, punzaban apremiantes y sabía que, si iba a escapar, debía ser en ese maldito momento.
Un paso, dos pasos, tres pasos… Solo debía correr…
Llegamos al altar, la oportunidad se me escurrió entre los dedos.
Papá me soltó y todavía le lancé una última mirada suplicante que, por supuesto, ignoró.
Entonces miré el rostro del hombre y tuve que sofocar un grito de sorpresa.
No era un viejo moribundo, tampoco tenía pinta de haber salido del reclusorio. Es más, ni siquiera parecía una persona normal… Parecía un dios.
Su cabello rubio ondulado resplandecía con los rayos del sol, su mirada gris penetrante me examinaba de pies a cabeza y sentí que podía leer mi mente. No podía juzgar del todo su cuerpo porque el traje impedía ver más allá, pero estaba en muy buena forma. Imaginé de todo, pero nunca a… Él.
Ni siquiera podía apartar la mirada, por pura suerte no me quedé boquiabierta.
Y entonces me sentí fea; nunca me había pasado eso. Las maquillistas llegaron para hacer su trabajo, pero las corrí con la excusa de que yo podía maquillarme y peinarme sola. Lo hice bien, pero debí aceptar la ayuda para hacerlo mucho mejor. Ya no estaba en forma como cuando tenía veintidós, no tenía sobrepeso, pero la lonjita de más no era algo de lo que estuviera orgullosa.
Aparté la mirada y deseché mis pensamientos. No era una belleza formidable, pero consideraba que era bonita. Y lo importante era que me sintiera bien conmigo misma.
Durante toda la ceremonia evité mirar al hombre, estaba tan tensa, que los hombros me dolían. El cuello se me entumió y poco me faltó para dejarme caer. Como mecanismo de defensa, simplemente dejé de escuchar y me escondí en mis pensamientos, estaba paseando por la playa, sola y libre.
—Te acepto a ti, Eloísa Meneses como mi esposa, te cuidaré, proveeré y procuraré hasta el día de mi muerte.
¿Qué? ¿Ya los votos? Oh, no. Esa era la parte que más pánico me daba. No los preparé, escribí varias opciones, muchas de ellas incluían frases como: “Y no te atrevas a tocarme, patán”, “no prometo un para siempre” y tal vez algo como: “Prohibido emborracharse más que la novia”.
En ese momento no me pareció la mejor idea.
El silencio cayó sobre nosotros, a pesar de no verlos, sentí la mirada de todos los presentes. Sabía que mi padre estaba rezando para no verme cometer una imprudencia.
Solo era una frase rápida, tampoco debía ser algo muy elaborado. Decidí decir exactamente lo mismo que él.
—Te acepto a ti…
Un nudo apareció en mi garganta.
Olvidé su nombre, olvidé su tonto nombre. Parpadeé rápidamente intentando recordar el contrato, pero solo pude ver su firme cuidada y fina.
Lo miré de frente como si de esa forma el nombre me fuera a llegar por acto divino, él solo arqueó una ceja como si no pudiera creer que me había olvidado de su nombre.
Por todos los cielos, solo tenía un trabajo que hacer, algo tan sencillo.
Vamos, debía recordarlo, era con A, era un nombre poco común, era…
—Te acepto a ti, Anuar Lozano…
—Solano —murmuró por lo bajo, su voz grave apenas perceptible.
—Eh… Anuar Solano —tragué saliva, el calor subiendo por mi rostro—, como mi legítimo esposo. Prometo amarte, cuidarte y procurarte. Apoyarte en las buenas y en las malas, sentir tu dolor y sufrimiento como el propio, así como la dicha y alegría —al menos debía arreglar mi desastre con un discurso bonito—. A partir de ahora somos uno, mi alma te pertenece y no le pertenecerá a nadie más.
Anuar esbozó una minúscula sonrisa, fue apenas un fantasma y supe que se estaba burlando. Hice caso omiso y continué sonriendo como si su desprecio no me hiriera.
Acto seguido, trajeron los anillos, yo le puse el suyo y él me puso el mío, cuando tomó mi mano sentí un cosquilleo nada normal. Tragué saliva y fingí que todo estaba bien.
Y entonces estaba hecho, el juez nos hizo firmar el acta de matrimonio. Sabía que debíamos besarnos, papá me lo dijo los días anteriores y apostaba a que también le dijo a él. Debía verse natural y romántico, para nada forzado.
Me tomó de la cintura y me atrajo hacia él, sus poderosos brazos rodeándome. Cuando nuestros labios se juntaron, sentí su fría indiferencia. Duró apenas un segundo, pero me dolería para toda la vida.
Estaba casada sin amor, mis ilusiones aplastadas en el suelo y mi madre enterrada. Aún con todo, me seguía intrigando la razón por la que él aceptaría el acuerdo, ¿Fue pupilo de mi padre? ¿Le debía dinero a mi padre? ¿Qué le prometió?
Me separó con delicadeza, sus movimientos monótonos, sin embargo, sonrió a la audiencia cuando gritaron y aplaudieron ¿Quién era esa gente? Santos cielos, acarreados seguramente.
Me volteé y con más fuerza necesaria arrojé el ramo, los gritos de las chicas me parecieron odiosos. Suspiré, a partir de ese momento solo debía soportar.