No dormí. O si lo hice, fue por lapsos breves, interrumpidos por imágenes que no quería ver y frases que no quería recordar.
Me desperté varias veces con el corazón acelerado, como si en sueños hubiera seguido intentando entender cómo llegamos hasta acá.
A las siete de la mañana, ya estaba vestida. No sabía qué pensaba hacer, ni adónde ir.
Solo sabía que no podía quedarme sentada esperando que el dolor se sedimentara.
Tomé el teléfono. Dudé. Pero finalmente, escribí:
“¿Estás despierto?”
Günter no respondió.
Esperé media hora, después una hora, dos.
Volví a escribir:
“No quiero molestarte. Solo… quería saber cómo estás.”
Nada.
El silencio era otro tipo de castigo, no era rabia, no era indiferencia, era otra cosa.
Era el eco de alguien que necesitaba su propio tiempo, su propia sombra, su propio duelo.
Y yo…yo no sabía si tenía derecho a invadir eso. Pero me dolía más de lo que quería admitir.
Había sido él quien me pidió que me quedara, el quien lloró en mi pecho, el quien me prometió