No tenía ningún plan. No sabía adónde iba. Y, por primera vez, eso no me generaba ansiedad.Caminé.El aire frío de la mañana me despejó más que cualquier café. Sentía la piel del rostro tirante, los pulmones abiertos, la sangre circulando con una claridad que hacía tiempo no notaba. No tenía prisa. No tenía destino. Me dejé llevar por la intuición.Pasé por delante de una floristería y me detuve.No porque necesitara flores. Ni siquiera porque me apeteciera decorar la casa. Me detuve porque durante años las flores eran siempre para “ocasiones”: cumpleaños, funerales, aniversarios. Hoy quise comprarlas solo porque sí. Porque algo en mí necesitaba belleza sin justificación.Elegí un ramo de peonías blancas. Siempre me habían parecido frágiles y valientes a la vez. Como yo, supongo. La florista me preguntó si era para regalo. Asentí.—Sí. Para alguien que llevaba tiempo sin recibir nada —dije.Y no mentí.Seguí caminando.Entré en una librería. Me perdí entre los estantes. Toqué portada
Dormí poco.No porque no pudiera. Sino porque mi cuerpo aún no había entendido que el peligro ya no estaba.La costumbre es un enemigo silencioso. Te hace dudar incluso cuando has elegido con firmeza. Me desperté antes de que sonara el despertador. Me quedé mirando el techo, escuchando los ruidos pequeños de la casa. Un grifo que goteaba, una persiana que se movía con el viento, el crujido leve de la madera bajo los pasos de nadie.No sabía si Günter seguía allí. No salí a comprobarlo.Desayuné lentamente. Tostadas, otra vez. Pero con mermelada de higos esta vez. Me las preparé como si esperara a alguien. Con el mismo cuidado que uno pone cuando aún hay ilusión. Pero la ilusión era hacia mí. Hacia este presente limpio, sin promesas pero también sin cargas.Encendí la radio. Una canción suave, de esas que parecen abrazarte por dentro. Tomé el libro de poesía y lo abrí por una página al azar. Leí:"Hay decisiones que no se toman, se revelan."Suspiré.Me vestí con calma. Ropa sencilla,
Nos quedamos en el sofá. No juntos. Pero cerca.Él se quedó dormido con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, como si hubiera estado escuchando hasta el último segundo. Yo me quedé despierta un poco más, observando cómo el silencio ya no me pesaba.El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando me levanté y apagué la vela.Le puse una manta encima, sin tocarlo apenas. Después me fui al dormitorio. No cerré la puerta.Esa noche no soñé. O quizá sí, pero no lo recuerdo. Y eso también fue un alivio.Por la mañana, la luz entraba sin esfuerzo por las rendijas de la persiana. No era una luz agresiva. Era de esas que invitan a despertar con calma.Fui a la cocina. Él no estaba. Solo un cuenco con café frío en la encimera y otra nota.Más breve. Más simple.Günter Ryker: Tuve que irme al trabajo y no quise despertarte. Olvida, no quiero volver a ser el motivo de tu duda. Si me quieres en tu vida, llámame.La leí varias veces. No supe si era cobardía o respeto. Quizá un poco de ambo
El coche se detuvo frente a las verjas de acero negro de la casa, con el escudo familiar grabado en el centro. Todo parecía más limpio, más perfecto de lo habitual: los setos cortados con precisión matemática, las piedras del camino alineadas como si alguien las hubiera inspeccionado una por una.Günter apagó el motor. Me desabroché el cinturón y estaba a punto de abrir la puerta cuando él se adelantó, salió del coche y dio la vuelta para abrirme desde fuera. Me sorprendió su gesto, más aún cuando me ofreció la mano sin decir una palabra.—¿Qué haces? —pregunté, desconcertada.—Oficialmente, lo correcto —dijo con una media sonrisa que suavizaba su rostro habitual—. Pero en realidad… porque me apetece.Dudé. Pero la tomé.Él entrelazó sus dedos con los míos y no soltó.—Tendrás que acostumbrarte —añadió, mirándome directamente—. Porque de ahora en adelante, siempre voy a tomarte de la mano.Un nudo se me formó en el estómago. No sabía si era por el gesto... o por el lugar donde estábam
Entramos en casa en silencio. No como dos enemigos, ni como extraños. Pero tampoco como una pareja reconciliada. Era ese intermedio confuso en el que los cuerpos estaban cerca, pero las emociones aún buscaban su sitio.Dejé las llaves sobre la mesita del recibidor. Me quité los zapatos y fui directa a la cocina. Necesitaba agua, o algo que me ayudara a tragar el nudo que todavía tenía en la garganta desde la comida.Günter se quedó en el salón, observándome desde cierta distancia. Se quitó la americana, aflojó la corbata. La camisa arrugada a la altura del pecho le daba un aire menos estirado. Más humano.—¿Quieres té? —pregunté desde la cocina.—Si tú tomas, sí —respondió él, acercándose.Preparamos el té en silencio. El vapor llenaba la cocina con un aroma suave a jazmín. Cuando nos sentamos uno al lado del otro, en la enorme mesa de madera del comedor, fue él quien habló primero.—No sabía que te afectaba tanto lo de los hijos.—No es sólo eso —dije, sin mirarle—. Es todo lo que no
Desayunamos tarde, casi al mediodía. Él preparó café; yo tostadas. No hubo muchas palabras, pero tampoco hicieron falta. Cada movimiento era una coreografía conocida: pasarnos la mantequilla, llenar las tazas, compartir el tarro de mermelada. Como si, por unas horas, hubiéramos recuperado una versión más simple de nosotros mismos.Después nos sentamos en el balcón, con las piernas estiradas sobre la barandilla, el sol tímido acariciándonos los pies..—¿Qué pasa por tu cabeza? —pregunté, mirándolo de reojo.Sonrió apenas.—Tú.—¿Yo?—Tú y… nosotros. Lo que somos. Lo que queremos ser. Me he dado cuenta de que no sé si alguna vez pregunté realmente qué querías.Lo miré. Su tono no era culpable, ni condescendiente. Era genuino. Vulnerable. Y eso, viniendo de él, tenía un peso especial.—Creo que yo tampoco lo supe —admití—. Al principio solo quería que no me dejaras. Luego… no sabía cómo pedir más sin parecer desagradecida.—No eras desagradecida.Asentí suavemente, dejando que las palabr
Cerré la puerta de mi habitación y me apoyé en ella, respirando agitadamente. Las lágrimas seguían cayendo, pero ya no era solo dolor. Era algo más profundo, más oscuro. Algo que me apretaba el pecho desde dentro, como si un puño invisible intentara arrancarme el corazón.Me deslicé por la puerta hasta sentarme en el suelo. Me abracé las rodillas. Intenté respirar. Inhalar. Exhalar. Pero el aire no entraba. O al menos no lo suficiente. Cada bocanada era como tragar espinas.«Tranquila, tranquila, tranquila», me repetía. Pero las palabras eran inútiles. La cabeza me daba vueltas. El pecho me dolía. Los dedos me hormigueaban.Me incliné hacia adelante, intentando controlar el temblor de mi cuerpo. Pero entonces vino el mareo. Y después, la certeza brutal de que me estaba ahogando. De que algo en mí se rompía y no sabía cómo detenerlo.Golpeé el suelo con la palma. Intenté gritar, pero solo salió un gemido entrecortado. Un sonido bajo, animal, desesperado.Y entonces escuché pasos rápido
El día de nuestra boda fue, al menos en papel, el día que había soñado toda mi vida. Günter Ryker y yo estábamos comprometidos desde antes de saber hablar. Literalmente. Nuestras familias, dos de las más poderosas de Alemania, ahora establecidas en América, habían unido nuestros nombres antes de que siquiera tuviéramos conciencia de lo que eso significaba. Conocía a Günter desde siempre. De niños jugábamos en los extensos jardines de nuestras mansiones, corriendo entre fuentes, estatuas y secretos familiares. Y tengo que confesarlo: siempre estuve un poco loca por él. Günter siempre había sido imposible de ignorar. Alto. Imponente. Con esa presencia que llenaba una habitación aunque no dijera una sola palabra. Tenía el cabello tan negro como la noche más cerrada, liso, siempre perfectamente peinado, como si cada hebra supiera exactamente su lugar. Y luego estaban sus ojos… Azules. Tan azules como el mar en calma justo antes de una tormenta. Claros, intensos, pero también distant