Pasaron dos días más y el no dijo nada y yo tampoco. Me sentía una cobarde por ello.
Dos días en los que yo supe que no podía seguir esperando a que él hablara primero. Esa noche, cuando lo vi salir del baño con el mismo paso lento, la toalla colgando de su hombro, la mirada perdida en el suelo, lo supe: si no lo enfrentaba ahora, si no decía lo que ardía en mi pecho, iba a quemarme desde adentro. —Günter —dije, firme. Se detuvo. No me miró. Pero me escuchó. —Tenemos que hablar. Un silencio pesado. El tipo de silencio que precede a las tormentas. —No ahora —murmuró. —Sí. Ahora. —Dilo —fue lo único que dijo. Me quedé de pie en medio de la habitación. Temblando. No de miedo, sino de todo lo que venía acumulando. —Divorciémonos. Sé que estás pensando en irte. Sus ojos se alzaron por fin. Me miró. De verdad. Por primera vez en semanas. —¿Qué…? —No me tomes por estúpida, Günter. —Mi voz era baja, pero cada palabra salía afilada—. Lo sé. Lo he sabido desde el día del funeral. Desde antes, incluso. Solo quiero escucharlo de tu boca. Dímelo. Si te vas a ir, si te vas a divorciar de mí, si ya tomaste una decisión. Él no dijo nada. Solo respiró hondo, los labios apretados, como si le costara abrirlos. —Te vi con ella —continué—. Sé que no fue nada “impropio”. Pero fue suficiente. Más que suficiente. No es ella. No es Paula. Eres tú. Es tu ausencia. Es tu rabia. Es… tu forma de mirar el suelo cada vez que estoy en la misma habitación. Él se puso de pie. No con violencia. Pero con ese gesto rígido que usaba cuando estaba al borde de romperse. —No me voy a divorciar de ti —dijo. Seco. Como una orden. Me quedé paralizada. —¿Qué? —No me voy a divorciar. No importa lo que digas, lo que sientas. No voy a hacerlo. —¿Por qué? La pregunta salió sola. No la planeé. Pero era la única que importaba. Su mandíbula se tensó. Dio un paso hacia mí. —Porque este matrimonio… lo quisieron mis padres. Porque creyeron en él. En ti. En mí. Porque pusieron su fe en nosotros cuando ni siquiera nosotros sabíamos en qué estábamos creyendo. —¿Y eso es suficiente? —pregunté, con la voz rota—. ¿Vas a quedarte por obligación? ¿Por cumplir un pacto que ya ni siquiera sabes si sientes? —No es obligación. Es promesa —respondió, sin dudar—. Mi padre me habló de esto una semana antes del accidente. Me dijo que si algo en esta vida valía la pena, era construir algo que se sostuviera aun cuando el amor flaqueara. Que los sentimientos van y vienen, pero el compromiso… eso es lo que queda. Y yo le prometí que lo iba a intentar. Hasta el final. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Pero no bajé la mirada. —¿Y yo qué soy, Günter? ¿Una promesa firmada a ciegas? ¿Un proyecto de vida al que no te puedes bajar aunque ya no lo quieras? Él bajó la voz. Dio un paso más, cerca. —Tú eres… tú eres mi esposa. Negué, frustrada. —No si estás esperando que pase el duelo para dejarme. No si cada gesto tuyo está hecho desde la culpa y no desde el cariño. Él apretó los puños. —No te voy a dejar. Porque aún muertos, no pienso decepcionarlos. —Pero a mí sí. —Mi voz tembló. —A ti… —susurró, bajando la cabeza—. A ti no sé si ya te decepcioné sin darme cuenta. Nos quedamos en silencio. No hubo gritos. No hubo portazos. Solo ese abismo entre lo que uno quiere y lo que el otro está dispuesto a dar. Los días siguientes fueron una calma tensa. Como si la conversación de esa noche hubiera dejado una línea invisible entre nosotros. Una tregua declarada con palabras graves y sin besos. Sin abrazos. Sin redención. Él volvió al trabajo el lunes. Se despidió con un “nos vemos esta noche” que sonó más a promesa que a certeza. Yo asentí desde la cocina, con una taza de café entre las manos frías. A las diez, lo escuché. La puerta. Sus pasos. Él entró como si nada. Se quitó la chaqueta, dejó las llaves en la bandeja de madera junto a la puerta. Se desabotonó la camisa con lentitud. Y recién entonces… me vio. —Hola —dijo, como si no hubiera pasado nada. —Hola —respondí. Una palabra. Un hilo de voz. Él se acercó a la cocina, abrió la nevera, sacó una cerveza. Tomó un trago largo. Como si necesitara tragar su día antes de hablar de él. Yo me levanté del sofá y fui hasta la barra. Lo miré. Y entonces, lo sentí. El olor. Su camisa aún estaba impregnada. No era perfume suyo, era el de ella. Ese aroma leve, floral, empolvado… el mismo que había olido en las flores que trajo Paula la semana pasada. El mismo que había dejado una estela en el pasillo el día que estuvo. Mi corazón latía con una furia serena. Como si llevara horas conteniéndose. —¿Estuviste con Paula? —pregunté sin rodeos. Günter no respondió de inmediato. Tomó otro trago. Y luego… solo dijo: —Pasé por su casa. Quería hablar con su hermano. Tenemos negocios pendientes. Mentira o no, no importaba. Él no se había ido oficialmente. Pero tampoco estaba aquí. Estaba… en tránsito. En una especie de purgatorio conyugal. Cumpliendo con su promesa. Mientras su cuerpo y su alma empezaban a habitar otros espacios. Otras mujeres. O, peor aún, la idea de una mujer que lo entendía mejor que yo. —No quiero que vuelvas oliendo a ella —dije. La voz baja. Pero afilada. Una cuchilla sin filo visible. Él me miró, por fin. —No fue nada. —¿De verdad piensas que eso lo hace menos doloroso? El silencio entre nosotros fue absoluto. —No puedes tenerme aquí como un símbolo de tu deber… y al mismo tiempo llevarte partes de ti donde sabes que me vas a romper —continué, sintiendo cómo la rabia subía desde el estómago—. No puedes decirme que esto vale la pena porque lo prometiste en un funeral… mientras vuelves cada noche oliendo a otra vida que ya estás empezando a construir. Günter dejó la cerveza sobre la barra. —No estoy construyendo nada —dijo—. Solo estoy… sobreviviendo. —Y yo qué, Günter. ¿Qué hago yo mientras tú sobrevives? ¿Muero en cuotas? Mis ojos estaban llenos. Pero no lloré. No podía darle eso. No esa noche. —Me estás matando con cada decisión tibia que tomas —dije, apenas un susurro. Él se quedó ahí, sin moverse. —Entonces dime qué hago —pidió, al fin—. Dime qué quieres que haga. Porque si me quedo, te rompo. Y si me voy, me traiciono. —Tal vez el problema es que siempre pensaste que eran opciones opuestas. Tal vez ya te traicionaste el día que decidiste amar a alguien… por obligación. Lo dejé allí. En la cocina. Con su olor a otra. Con su mirada vacía. Con su promesa muerta. Y subí a la habitación. Sola, como todas las noches. Los dos años siguientes pasaron como quien hojea un libro sin leer las páginas. A veces me preguntaba si de verdad los había vivido… O si solo los había sobrevivido. No hubo grandes peleas. No hubo reconciliaciones. No hubo nada. Y en ese “nada” fue donde me perdí. Me convertí en una sombra discreta, en una figura funcional. La esposa que estaba pero no se sentía. La mujer que cumplía el rol pero ya no ocupaba espacio real en su vida, ni en la suya propia. Nos levantábamos a la misma hora. Tomábamos café en la misma cocina. Compartíamos la misma cama. Pero éramos dos desconocidos con un pasado común y un presente paralelo. Günter salía temprano. Volvía tarde. Siempre con excusas correctas: trabajo, reuniones, llamadas con clientes en otras zonas horarias. Nunca hubo olor a Paula otra vez. Nunca más lo vi con ella. Pero tampoco vi más de nosotros. Dormíamos espalda con espalda. A veces, ni eso. A veces, ni compartíamos el sueño. Comíamos en silencio. No hablábamos de nosotros, porque ya no había “nosotros” de qué hablar. Era como si el duelo —el suyo, el mío, el nuestro— se hubiera metido entre los muros de la casa y los hubiera cubierto de una capa invisible de polvo. Todo estaba intacto. Pero ya no era habitable. Los aniversarios pasaban sin recordarse. Las fechas importantes quedaban marcadas solo en mi calendario. Cumpleaños. El día en que se murió su padre. El día en que yo había dejado de esperarlo. Cada uno de ellos pasaba como un suspiro que nadie escuchaba. Yo intentaba… al principio. Intentaba hablar. Invitarlo a salir. Proponer cenas, películas, caminatas. Él siempre tenía una excusa. O una cara cansada. O un silencio que lo decía todo. Y entonces, poco a poco… dejé de intentarlo. Me refugié en rutinas simples. Me refugié en los libros, en el jardín, en las caminatas largas por el vecindario. Me refugié en no esperar nada, para no sentirlo todo. Cada mañana me miraba al espejo y me preguntaba: ¿Cuánto tiempo más vas a quedarte así? Pero no tenía respuesta. Yo no era su esposa. Era su penitencia. El último gesto de lealtad hacia una familia que ya no estaba. Günter nunca volvió a hablar de divorcio. Nunca lo insinuó. Nunca mencionó un “y si nos damos un tiempo”. No porque quisiera que estuviéramos juntos. Sino porque romper el matrimonio sería traicionar a sus padres. Y él no iba a hacerlo. Ni muerto. Dos años. Dos años sin una caricia. Sin una pelea real. Sin un “te quiero” ni un “te odio”. Dos años donde yo me volví una mujer que sabía cocinar para dos y vivir para uno. Una mujer que hablaba sola. Que se maquillaba por inercia. Que dormía con una almohada en medio de la cama para no sentir el espacio vacío. Dos años donde dejé de soñar. Ese día era nuestro aniversario. Dos años desde que habíamos dicho si en el altar Habíamos planeado una cena. Bueno… yo la había planeado. Reservé una mesa en el mismo restaurante donde cenamos en nuestra primera cita, cuando aremos apenas dos adolescentes. Me pinté los labios de rojo. Me senté en el sofá a las siete en punto. Esperé. El reloj marcó las ocho. Después las nueve. Y nada. No llamó. No escribió. Yo tenía el celular en la mano como si fuera un talismán o una bomba. Cada segundo que pasaba, el aire se hacía más espeso. A las nueve y media, me levanté. No por dignidad. Por rabia. Me puse el abrigo. Tomé las llaves. Y salí.. Terminé yendo al restaurante igual. Tal vez por inercia. Tal vez por necedad. Entré, le dije mi nombre al anfitrión. Me miró con lástima, como si ya supiera que la mesa reservada para dos sería ocupada por una. Me senté. Pedí una taza de café. Miré mi reflejo en el cubierto. Tenía buena cara. El vestido me quedaba bien. Nadie habría adivinado que tenía el corazón astillado como vidrio bajo los zapatos. Pasaron veinte minutos. Luego treinta. Y entonces lo vi. A Günter cruzando la calle. Me emocioné nada más verlo. Él no había roto su promesa y había venido a celebrar nuestro aniversario. Casi lloro de la emoción, pero casi enseguida a su lado apareció Paula Por un momento, mi estado de ánimo se volvió confuso. Sentía miedo, ganas de salir corriendo... pero también una necesidad urgente de explotar, de soltar en voz alta y sin filtros todo lo que había callado durante dos años. Mi mano temblaba mientras sostenía la taza de café de cerámica, y justo entonces, una mano grande se posó suavemente sobre mi hombro izquierdo, con cuidado, como si intentara no asustarmeMe quedé congelada. No por la imagen de Günter cruzando la calle con Paula, ni por el cúmulo de emociones que me desgarraban desde dentro.Sino por la mano.Una mano grande, cálida, de dedos firmes, que se posó con delicadeza sobre mi hombro izquierdo. No con autoridad, sino con una suavidad inesperada. Como si el simple contacto pudiera decir: “Estoy aquí, pero no te voy a romper más de lo que ya estás rota.”Me giré lentamente, esperando ver lo peor. Pero no era Günter.Era un desconocido.Alto, fácilmente un metro noventa, de hombros anchos y espalda recta. Vestía una camisa blanca remangada, que dejaba ver unos antebrazos marcados como si el músculo hubiera sido tallado con intención. Piel dorada por el sol. Pelo oscuro, peinado con descuido, pero limpio. Y esos ojos… grises, como una tormenta a punto de desatarse, pero con una calma que desarmaba.Tenía la mandíbula fuerte, la barba corta de dos días perfectamente descuidada, y una expresión que no buscaba nada más que saber si yo
Günter intentó mantener la compostura. Lo vi tragar saliva. Lo vi fingir que no le importaba, que estaba allí solo por educación, por cortesía. Pero su rostro —ese ceño fruncido, esa mandíbula apretada, esa mirada fija en mí y Cassian— lo delataba más de lo que habría querido.Paula hablaba. Movía las manos, intentaba suavizar el ambiente. Incluso pidió una botella de vino. Pero él no la escuchaba. No una sola palabra.Yo, en cambio, estaba sentada frente a Cassian, compartiendo la cena que, hasta hacía poco, iba a ser solo mía. Él comía con calma, sin apuro, como quien disfruta no solo del plato, sino de la compañía.Günter finalmente dejó los cubiertos sobre el plato intacto. Se levantó sin decir nada. Paula lo miró, confundida.—¿Te vas? —le preguntó.—Sí —respondió él, con los ojos clavados en mí.Y se fue. Sin disculparse. Sin mirar atrás. Solo con ese paso tenso que se le marcaba cuando ya no podía sostener más la fachada.Yo volví la vista a Cassian, que bebía un sorbo de vino,
No tenía ningún plan. No sabía adónde iba. Y, por primera vez, eso no me generaba ansiedad.Caminé.El aire frío de la mañana me despejó más que cualquier café. Sentía la piel del rostro tirante, los pulmones abiertos, la sangre circulando con una claridad que hacía tiempo no notaba. No tenía prisa. No tenía destino. Me dejé llevar por la intuición.Pasé por delante de una floristería y me detuve.No porque necesitara flores. Ni siquiera porque me apeteciera decorar la casa. Me detuve porque durante años las flores eran siempre para “ocasiones”: cumpleaños, funerales, aniversarios. Hoy quise comprarlas solo porque sí. Porque algo en mí necesitaba belleza sin justificación.Elegí un ramo de peonías blancas. Siempre me habían parecido frágiles y valientes a la vez. Como yo, supongo. La florista me preguntó si era para regalo. Asentí.—Sí. Para alguien que llevaba tiempo sin recibir nada —dije.Y no mentí.Seguí caminando.Entré en una librería. Me perdí entre los estantes. Toqué portada
Dormí poco.No porque no pudiera. Sino porque mi cuerpo aún no había entendido que el peligro ya no estaba.La costumbre es un enemigo silencioso. Te hace dudar incluso cuando has elegido con firmeza. Me desperté antes de que sonara el despertador. Me quedé mirando el techo, escuchando los ruidos pequeños de la casa. Un grifo que goteaba, una persiana que se movía con el viento, el crujido leve de la madera bajo los pasos de nadie.No sabía si Günter seguía allí. No salí a comprobarlo.Desayuné lentamente. Tostadas, otra vez. Pero con mermelada de higos esta vez. Me las preparé como si esperara a alguien. Con el mismo cuidado que uno pone cuando aún hay ilusión. Pero la ilusión era hacia mí. Hacia este presente limpio, sin promesas pero también sin cargas.Encendí la radio. Una canción suave, de esas que parecen abrazarte por dentro. Tomé el libro de poesía y lo abrí por una página al azar. Leí:"Hay decisiones que no se toman, se revelan."Suspiré.Me vestí con calma. Ropa sencilla,
Nos quedamos en el sofá. No juntos. Pero cerca.Él se quedó dormido con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, como si hubiera estado escuchando hasta el último segundo. Yo me quedé despierta un poco más, observando cómo el silencio ya no me pesaba.El reloj marcaba las dos de la madrugada cuando me levanté y apagué la vela.Le puse una manta encima, sin tocarlo apenas. Después me fui al dormitorio. No cerré la puerta.Esa noche no soñé. O quizá sí, pero no lo recuerdo. Y eso también fue un alivio.Por la mañana, la luz entraba sin esfuerzo por las rendijas de la persiana. No era una luz agresiva. Era de esas que invitan a despertar con calma.Fui a la cocina. Él no estaba. Solo un cuenco con café frío en la encimera y otra nota.Más breve. Más simple.Günter Ryker: Tuve que irme al trabajo y no quise despertarte. Olvida, no quiero volver a ser el motivo de tu duda. Si me quieres en tu vida, llámame.La leí varias veces. No supe si era cobardía o respeto. Quizá un poco de ambo
El coche se detuvo frente a las verjas de acero negro de la casa, con el escudo familiar grabado en el centro. Todo parecía más limpio, más perfecto de lo habitual: los setos cortados con precisión matemática, las piedras del camino alineadas como si alguien las hubiera inspeccionado una por una.Günter apagó el motor. Me desabroché el cinturón y estaba a punto de abrir la puerta cuando él se adelantó, salió del coche y dio la vuelta para abrirme desde fuera. Me sorprendió su gesto, más aún cuando me ofreció la mano sin decir una palabra.—¿Qué haces? —pregunté, desconcertada.—Oficialmente, lo correcto —dijo con una media sonrisa que suavizaba su rostro habitual—. Pero en realidad… porque me apetece.Dudé. Pero la tomé.Él entrelazó sus dedos con los míos y no soltó.—Tendrás que acostumbrarte —añadió, mirándome directamente—. Porque de ahora en adelante, siempre voy a tomarte de la mano.Un nudo se me formó en el estómago. No sabía si era por el gesto... o por el lugar donde estábam
Entramos en casa en silencio. No como dos enemigos, ni como extraños. Pero tampoco como una pareja reconciliada. Era ese intermedio confuso en el que los cuerpos estaban cerca, pero las emociones aún buscaban su sitio.Dejé las llaves sobre la mesita del recibidor. Me quité los zapatos y fui directa a la cocina. Necesitaba agua, o algo que me ayudara a tragar el nudo que todavía tenía en la garganta desde la comida.Günter se quedó en el salón, observándome desde cierta distancia. Se quitó la americana, aflojó la corbata. La camisa arrugada a la altura del pecho le daba un aire menos estirado. Más humano.—¿Quieres té? —pregunté desde la cocina.—Si tú tomas, sí —respondió él, acercándose.Preparamos el té en silencio. El vapor llenaba la cocina con un aroma suave a jazmín. Cuando nos sentamos uno al lado del otro, en la enorme mesa de madera del comedor, fue él quien habló primero.—No sabía que te afectaba tanto lo de los hijos.—No es sólo eso —dije, sin mirarle—. Es todo lo que no
Desayunamos tarde, casi al mediodía. Él preparó café; yo tostadas. No hubo muchas palabras, pero tampoco hicieron falta. Cada movimiento era una coreografía conocida: pasarnos la mantequilla, llenar las tazas, compartir el tarro de mermelada. Como si, por unas horas, hubiéramos recuperado una versión más simple de nosotros mismos.Después nos sentamos en el balcón, con las piernas estiradas sobre la barandilla, el sol tímido acariciándonos los pies..—¿Qué pasa por tu cabeza? —pregunté, mirándolo de reojo.Sonrió apenas.—Tú.—¿Yo?—Tú y… nosotros. Lo que somos. Lo que queremos ser. Me he dado cuenta de que no sé si alguna vez pregunté realmente qué querías.Lo miré. Su tono no era culpable, ni condescendiente. Era genuino. Vulnerable. Y eso, viniendo de él, tenía un peso especial.—Creo que yo tampoco lo supe —admití—. Al principio solo quería que no me dejaras. Luego… no sabía cómo pedir más sin parecer desagradecida.—No eras desagradecida.Asentí suavemente, dejando que las palabr