Me sequé las lágrimas y miré el cielo plomizo tras la ventana. El otoño en Manhattan seguía, como siempre, frío y gris.
Sonó el teléfono: era Vincenzo.
—Isabella, ¿otra vez vas con mi padre a quejarte? —escupió—. Con Sienna por fin teníamos un rato a solas y lo arruinaste. Te advierto: si te metes donde no te llaman, te cancelo todas las tarjetas de crédito.
Antes, me habría disculpado por reflejo, aunque no fuera mi culpa. Esta vez contesté sin emoción:
—Haz lo que quieras.
Hubo un silencio. Mi frialdad lo desconcertó, pero enseguida se rió.
—No juegues conmigo, Isabella. Mientras sigas siendo la señora Moretti, tengo cien maneras de destrozarte.
Sus métodos ya me eran conocidos.
La primera vez que lo descubrí con otra, fui tan ingenua que creí que el viejo padrino, Renato, pondría orden. Lo único que conseguí fue la represalia de Vincenzo.
Usó la vida de mi madre para chantajearme. Me obligó a arrodillarme en el balcón, a diez grados bajo cero, y a abofetearme una y otra vez hasta deformarme la cara. Esa noche, en la habitación contigua, se revolcó con su amante. A mí me llevaron al hospital por congelación.
Nevaba con furia. Tiritaba de dolor en la camilla de urgencias.
Desde entonces, por muy cruel que él fuera, elegí callar. Mantuve, como una máquina sin alma, la fachada de “señora de Vincenzo”.
Aguanté y resistí… hasta ahora. Mi madre se había ido. Mi bebé también. Y aquel matrimonio por conveniencia, por fin, había llegado a su fin.
Corté la llamada, me incorporé y marqué a la funeraria para agendar la cremación de mi madre.
Al volver a la puerta de la habitación, una silueta conocida me cerró el paso.
Vincenzo, de traje negro, plantado en el umbral, mirándome con frialdad.
—¿Ya no finges? —se burló—. Recién “atropellada” y ya caminando. Si estás tan fuerte, no necesitas seguir en reposo.
Se acercó despacio, con voz sombría:
—Cariño, voy a llevar a Sienna a vivir a la mansión. Es joven, no sabe hacer nada… Cuando te den de alta, regresas como nuestra sirvienta.
Se inclinó a mi oído, saboreando cada palabra:
—Tu cara de sufrimiento es mi mejor estimulante en la cama.
Me tomó la cara entre las manos. En sus ojos brilló un placer torcido.
Quería verme llorar, quebrarme, suplicar como antes.
Pero no lo hice. Lo miré como a un desconocido.
Vincenzo perdió el interés y me empujó con brusquedad. Giró hacia la enfermera joven que pasaba por el pasillo:
—¿Dónde está mi hijo? ¿Ya están los resultados? Tráiganmelo.
La enfermera palideció, nerviosa.
Respondí en voz baja:
—El bebé… se lo llevó tu padre. Nuestro hijo…
No alcancé a decir que había muerto. Sonó su celular.
—¿Hola?
La cara se le descompuso; un destello de miedo le cruzó la mirada.
—¿Qué? ¿Tuviste un accidente? ¡Sienna, amor, dime que estás bien! ¿Dónde estás?
Colgó.
¡Paf! La bofetada me estalló en la mejilla.
—¿Qué le hiciste a Sienna, Isabella? Si le pasa algo, no te la vas a acabar.
Yo ya estaba débil; el golpe me lanzó contra la baranda metálica y un dolor punzante me atravesó el pecho.
—Acabo de salir de cirugía… ¿qué podría haberle hecho? —alcancé a decir.
La enfermera me sostuvo, alarmada:
—¡Señor Moretti! Si sigue golpeándola, va a provocar una tragedia.
Vincenzo me clavó una mirada de odio y se fue.
La enfermera me miró con lástima.
Tenía la mejilla ardiendo y el cuerpo a punto de colapsar.