Si hay algo que he aprendido en esta vida, es que los imprevistos familiares siempre tienen el mejor (o peor) tiempo.
Justo cuando pensaba que la noche no podía ponerse más tensa, se abrieron las enormes puertas dobles del comedor, y un silencio reverencial cayó sobre todos.
Mi abuela Isabelle, había llegado.
—Disculpen mi tardanza —dijo con su voz pausada, pero con ese tono autoritario que no necesitaba elevarse para ser escuchado. Su caminar era elegante. El bastón que llevaba, era más un accesorio decorativo que una necesidad, golpeaba el suelo con un ritmo constante.
Todos se pusieron de pie al instante, como si alguien hubiera accionado un resorte debajo de sus sillas.
Bueno, casi todos. Amir no. Él estaba lidiando con un trozo de carne tan grande que, honestamente, parecía haberlo confundido con un desafío personal.
—¡Amir! —susurré entre dientes, intentando que él se percate del momento solemne.
Pero no, el muy descarado seguía masticando como si su vida dependiera de ello. Sus