El día no había empezado mal en la oficina. Los números seguían sin cuadrar, pero sabía cómo enderezarlos. Ese tipo de problemas nunca me preocupaban demasiado; siempre encontraba la manera de sacar todo adelante.
Y, sin embargo, últimamente, el imperio que había construido con tanto esfuerzo siempre tenía una manera de tragarse toda mi energía, me daba cuenta de que no importaba cuán grande fuera… estaba solo dentro de mi jaula dorada.
Entonces la puerta se abrió: Firenze.
Mis ojos se encontraron con los suyos, y por un momento, todo lo demás se desvaneció. Su mirada estaba encendida, como un huracán contenido. Se veía hermosa así, tan visceral, tan fuera de sí.
—¿Qué pretendes, Tony? —disparó de inmediato, sin titubeos.
Dios, cómo me excitaba verla así.
Fingí desconcierto, apoyándome en el respaldo de mi silla con total calma.
—¿De qué hablas, Firenze? No sé de qué estás hablando. ¿Qué es lo que te molesta? —Sonreí con falsa tranquilidad—. Ven, cálmate.
El gesto la hizo hervir. Se a