Aunque mi cercanía con Firenze era casi nula, mi cabeza seguía llena de ella. Sus decisiones, mis errores, el peso de su ausencia. Durante nuestros primeros años, el magnetismo entre nosotros había sido innegable. Todo fluía con naturalidad, sin necesidad de controlarla. Pero con el tiempo, todo cambió. Me di cuenta de que fui yo quien la alejó de las cosas que amaba, quien le quitó el aire hasta asfixiarla. Quizá pude apoyarla más, facilitarle el camino en su carrera, no dejar que se ahogara en la maternidad. Criar a dos bebés pequeños a tiempo completo fue agotador, y aunque siempre supe que era una madre excepcional, mis palabras dejaron de ser suficientes. O quizás su desconfianza en mí ensombreció todo, incluso las cosas que sí eran ciertas.
Me la imaginaba en una galería, pintando, preparando su próxima exposición. Había retomado su carrera, estaba volviendo a brillar. Supongo que nunca fue realmente mía de la manera en que creía.
Deslicé la pantalla de mi teléfono y me encontré