La noche caía espesa sobre Moscú, tan oscura que parecía tragar los edificios y calles bajo su manto silencioso. El aire estaba impregnado de esa extraña calma que precede al caos, aunque nadie lo sabía aún.
Nikolai Volkov, como de costumbre, iba en su camioneta blindada, flanqueado por dos vehículos de seguridad. No era tonto, y mucho menos confiado. Desde que los rumores sobre Alessandro y los Petrov se habían intensificado, no salía sin al menos ocho hombres armados. Aun así, esa noche cometió un error: tomó una ruta que no había sido revisada por su equipo. No por descuido… sino por costumbre. Una zona que siempre había sido segura. O eso creía.
—¿Qué tan lejos estamos de la casa segura? —preguntó Nikolai desde el asiento trasero, mientras observaba su teléfono sin mucha atención.
—A diez minutos, jefe —respondió el conductor—. Nadie nos sigue.
Pero sí los seguían.
Justo cuando la camioneta principal dobló en una curva, la explosión retumbó como un trueno. La parte trasera del pri