Estaba deseando que llegara el fin de semana. Los pies, los brazos y la región lumbar acusaban mis jornadas laborales de catorce horas. Las gafas habían sustituido a las lentillas que había utilizado durante una década porque tenía los ojos demasiado secos y cansados para aceptarlas. Y sobrevivía exclusivamente a base de cafés de Starbucks (a cargo de la empresa,naturalmente) y sushi (también a cargo de la empresa). Ya había empezado a adelgazar. Algo en el aire, supongo, o quizá esa insistencia con que se evitaba la comida en la oficina. Había sufrido una sinusitis y empalidecido notablemente, y todo ello en apenas tresbsemanas. Me tenían corriendo como canta loca por todo New York, cumpliendo las excentricidades de mi jefe, y él nisiquiera se había asomado aún por la oficina en todo ese tiempo.
¡Al cuerno con todo!
Me merecía un fin de semana.
A todo eso se había añadido cazar la última reedición de Las crónicas de Narnia y no me hacía ninguna gracia.
Markus había llamado esa mañ