La ciudad respiraba con la tranquilidad engañosa de un final incierto. Las calles estaban desiertas, la quietud casi palpable. Sin embargo, Aitana sabía que el mayor peligro no era la quietud, sino la tormenta que se avecinaba. Con cada paso que daba junto a Javier, una sensación de urgencia crecía dentro de ella. Nicolás Ferrer no era un hombre que dejara cabos sueltos. A veces parecía invencible, y aunque no lo admitiera, la sombra de su poder sobre la vida de Aitana seguía siendo un espectro latente.
Cuando llegaron al edificio que servía como refugio para el equipo de Aitana, la puerta de acceso se cerró tras ellos con un sonido metálico que resonó en el pasillo vacío. Ambos estaban agotados, pero la sensación de peligro inminente les mantenía alerta.
Javier miró a su alrededor, asegurándose de que nadie los había seguido, y luego, sin decir una palabra más, se dirigió directamente a la sala de operaciones. Aitana, al ver la intensidad de su expresión, comprendió que el tiempo se