El leve chirrido de la puerta interrumpió momentáneamente el silencio del despacho. Amaris alzó la vista.
Silvana entró con una bandeja entre las manos y una sonrisa suave que iluminaba su rostro. El aroma a pan recién horneado y té tibio se deslizó por la habitación con una calidez acogedora.
Al verla, Elliot, dejó el bolígrafo sobre la mesa y se puso de pie.
–Buenos días –dijo él, acercándose a ella.
–Buenos días, amor –respondió Silvana, levantándose ligeramente de puntas para besar su mejilla–. Te traje algo de desayuno. Pensé que tal vez no habías comido nada desde anoche y… bueno, como no volviste a casa… supuse que estabas trabajando, pero me quedé esperando igual.
Elliot le sostuvo la mirada por un instante.
–Lo siento –dijo él en voz baja–. Perdí la noción del tiempo y después no quería despertarte tan tarde.
Ella negó con la cabeza, comprensiva.
–No importa. Ya sé cómo te pones cuando algo te inquieta –murmuró con ternura y le acarició el rostro con dulzura. Luego mir