53. El dolor como único guía
La señora Aleida no pierde tiempo en acercarse a Altagracia cuando Azucena, sin dejar de estar sorprendida, sale de la finca hacia el patio.
—¿Qué es lo que sucede, hija? ¿Qué hace Gerardo aquí? ¿Te reconoció?
—¡No! —Altagracia se aparta de la ventana. Oculta el cuerpo tras la columna—. No. Él no me reconoció. Sólo que —no está preparada para decirle algo así a su abuela. Mucho menos lo que “pasó.” Lleva la mano al rostro—. Probablemente crea que siga viva y por eso vino hacia aquí.
—Pero escucha sus exigencias. ¡Habla como si realmente estuvieses viva! Digo, hija, estás viva. Pero ya sabes a lo que me refiero.
—Gerardo perdió la cabeza. ¿Cómo se le ocurre venir aquí lanzando gritos de esa forma? —Altagracia se quita la mano del rostro—. No debe estar aquí. Dile qué se vaya.
—¿Estás segura de que él no te reconoce?
—Muy segura. Él no me reconoce porque soy Ximena —Altagracia aprieta los labios cuando otro rugido feroz deja la garganta de Gerardo. La sigue llamando—. Entrará. Lo conozc