Diego por fin me miró directamente, observando mi silla de ruedas, la expresión vacía en mis ojos, la forma en que mi ropa colgaba holgada sobre mi figura demacrada.
—Esperanza —dijo, con la voz ligeramente entrecortada—. Yo... no sabía que estabas herida tan gravemente.
Valentina apretó su agarre en el brazo de Diego, pero él se adelantó de todas formas, arrodillándose junto a mi silla de ruedas.
—Lo siento mucho, te traje algo —dijo, metiendo la mano en el bolsillo para sacar una pequeña caja de terciopelo. Dentro había aretes de plata con forma de lunas crecientes con pequeños diamantes.
Contemplé los aretes sin sentir ninguna alegría. Nunca había usado aretes: mi loba los encontraba irritantes. Valentina era quien amaba los aretes.
—Cuñada —la voz melosa de Valentina llenó la habitación—. ¿Te gustan estos aretes? Venían de regalo con el bolso de lujo que Diego me compró ayer. ¿Sabes, si tuvieras que comprarlos por separado, serían bastante caros?
Antes de que Diego pudiera detenerl