Livia
Sentí su cuerpo demasiado caliente, la fiebre había subido un poco; alarmada llamé al doctor, pero dijo que era normal, que ya tenía suministrado el medicamento y que al finalizar la noche estaría mejor.
—Joder, este no es el tipo de calentura que me gusta —murmuraba para distraer la mente. Coloqué otro pañito en su frente, mis ojos angustiados reparando en cada aspecto de su hermoso rostro, preocupada a niveles desorbitantes.
Pasaron dos horas y el cielo comenzaba a iluminarse, la fiebre empezó a ceder y él a recuperar un poco de su color habitual. Tocaron a nuestra puerta cientos de veces, pero no recibí a nadie; solo yo me ocuparía de él y no necesitaba charlas de su hipócrita madre ni de las arpías de sus amigas. Tampoco que invadieran nuestra intimidad.
Pasadas las seis de la mañana, me acurruqué a su lado, paseando un brazo por su cuello en una manera de sentirme cerca de él, pegando mi cabeza a la suya con cuidado de no hacerle daño. Mis párpados comenzaron a ceder, el ag