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Luva me halló caminando por el patio de armas como una fiera enjaulada, que era exactamente cómo me sentía. Ni siquiera me había dado cuenta que anochecía y volvía a nevar en esa tierra dejada de la mano de Dios, donde el otoño parecía pleno invierno.

Un vistazo a su expresión me persuadió de aceptar su sugerencia de regresar a mi habitación, mientras ella fingía rezongar por hallarme toda mojada y con los ruedos embarrados.

Encontrar a Mael durmiendo en un sillón frente al fuego, las rodillas alzadas junto a su pecho, me hizo apretar los puños de furiosa impotencia. Pero Luva no me dio oportunidad de detestar a mi esposo. Porque mientras yo me quitaba el manto mojado, ella sacó del suyo una réplica exacta del collar de Mael.

—Intercámbialos sin que te vea y ocúltalo hasta que pueda llevármelo —susurró—. Ra

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