Isabella
El ambiente en la casa era un silencio viscoso, como la miel derramada que se niega a fluir. No era la calma que yo solía anhelar, sino un vacío cargado, un intermedio entre una explosión que ya había ocurrido y otra que era inminente. Bajé las escaleras esa mañana, sintiendo mis pasos tan pesados y cautelosos como si caminara sobre cristales.
Esperaba gritos, sermones, la repetición insípida de las normas y el castigo. Lo que encontré fue mucho peor: la indiferencia total.
Mis padres estaban sentados en la mesa del comedor, pero sus ojos estaban fijos en sus respectivas pantallas, enfrascados en una tensión que no me incluía. Mi padre tecleaba con una ferocidad contenida, la mandíbula apretada, con el ceño fruncido no por mí, sino por algo en el brillo helado del monitor. Mi madre, rara vez vista antes de las nueve, sorbía su café con una elegancia forzada, y hacía gestos exasperados con el teléfono en la mano, susurrando órdenes a una persona invisible. Me miró una vez, un