Alejandro
El teléfono se sentía frío en mi mano, un metal muerto contra la palma que aún ardía por el roce imaginario de Isabella. El último sonido que había quedado flotando en mi estudio era el eco de su voz, ese hilo de pánico teñido de advertencia: “Valeria dice que va a averiguarlo… no la vas a ver venir.”
Cerré los ojos, sintiendo un dolor punzante en la sien.
No era la PDI, no era la burocracia ciega de sus padres. Era su hermana mayor, la criatura de ambición perfecta, la que creía saber cómo funcionaba el mundo adulto. Y eso, en mi experiencia, la convertía en la amenaza más impredecible de todas. Un enemigo predecible se neutraliza; un enemigo movido por la curiosidad y la arrogancia puede detonar una bomba sin siquiera saber que tiene el detonador en la mano.
Me levanté del escritorio y caminé hacia el ventanal que abarcaba toda la pared de mi oficina. Santiago, en la madrugada, era una matriz de luces silenciosas y promesas incumplidas. Mi reino. Mi trampa.
Apoyé las manos