La inquietud no dejaba en paz a Regina. Al día siguiente, tomó un taxi para buscar a Sebastián. Quería devolverle la tarjeta de débito.
Fuera del residencial, abrió el chat y le mandó un mensaje. No hubo respuesta; ni siquiera aparecía que lo hubiera leído. Al final, decidió llamarle.
La contestadora le informó que el celular estaba apagado. Otra vez.
La ansiedad se apoderó de ella con más fuerza, así que llamó a Leo. Él llegó media hora después. Estacionó el auto frente a ella, bajó y extendió la mano.
—Dame la tarjeta. Yo se la doy.
Regina se fijó en el aspecto de Leo. Tenía la cara demacrada por el cansancio, con ojeras oscuras y los ojos rojos. La barba de un par de días le sombreaba la mandíbula; era obvio que no había dormido bien.
Su apariencia solo confirmó las sospechas que la atormentaban: algo le había pasado a Sebastián.
—¿No podría dársela yo?
Leo la observó. Sabía que ella solo usaba la tarjeta como pretexto para verlo, pero también sabía que lo suyo ya no tenía futuro. E