La Obsesión Del Alfa (Lazos Del Destino #2)
La Obsesión Del Alfa (Lazos Del Destino #2)
Por: Denisetkm
1

*—Ezra:

Estaba cansado.

Un suspiro largo escapó de los labios de Ezra Hayes mientras salía de la tintorería un maldito domingo a las nueve de la mañana. La noche anterior había trabajado hasta tarde, pero su jefe necesitaba el traje y, como siempre, él se encargaba de todo. 

«Los gajes del oficio», se repetía, aunque en realidad no era eso lo que lo agotaba, sino otra cosa que prefería no admitir en voz alta.

Cruzó el estacionamiento desierto con paso lento, abrió la puerta trasera de su vehículo y enganchó con cuidado el traje en la manija superior para evitar arrugas. Acomodó cada pliegue como si fuese un ritual, cerró la puerta y rodeó el auto hasta el asiento del conductor. Una vez tras el volante, repasó mentalmente la lista de tareas: traje impecable, zapatos relucientes, artículos de higiene personal, una bolsa con comida ligera… todo listo. Era hora de ir a buscar a su jefe.

El trayecto hasta el edificio residencial se le hizo pesado. A esa hora, la ciudad aún parecía desperezarse, mientras él ya estaba atrapado en su rutina. Entró al estacionamiento subterráneo con su tarjeta de acceso y aparcó en la plaza correspondiente. A un lado brillaba, imponente, el todoterreno negro de cristales polarizados que pertenecía a Dante Delacroix. Eso confirmaba que el alfa seguía en casa.

Con movimientos mecánicos, Ezra se dirigió al ascensor y presionó el botón del último piso, el pent-house. El silencio metálico del ascenso se llenó con otro suspiro suyo, más profundo.

«Domingo en la mañana. Debería estar en mi casa, con una taza de café caliente, mirando mi pequeño jardín. No aquí», se quejó Ezra bufando molesto. 

Pero ser asistente de Dante Delacroix no se limitaba a un horario. 

Su jefe era el dueño de los clubes más exclusivos y cotizados de la ciudad, templos de placer donde la entrada no se conseguía con dinero, sino con contactos, membresías restringidas y una reputación capaz de abrir puertas. El nombre DD Entertainment y los nombres de cada club nocturno corrían de boca en boca en los círculos más influyentes, y detrás de ese imperio había un ejército invisible que mantenía todo en funcionamiento. Ahí era donde entraba Ezra.

Había ingresado a la compañía como supervisor de los clubes nocturnos, controlando al personal, la seguridad y el flujo de clientes desde los miércoles hasta los domingos, jornadas interminables que se extendían hasta el amanecer. Sin embargo, cuando el asistente personal de Dante renunció a los tres meses de Ezra entrar en la compañía, tuvo que asumir ese rol también, cargando no solo con los negocios, sino con la vida privada de su jefe. Y Dante Delacroix tenía demasiadas “necesidades”: íntimas, demandantes, a veces tan invasivas que rozaban lo insoportable.

La paga era generosa, más de lo que jamás había imaginado. Con ese sueldo había saldado todas sus deudas, conseguido un apartamento propio y un vehículo de lujo. Sí, vivía bien… al menos en apariencia. Porque la salud mental de trabajar para Dante era otro precio que pagar, uno que lo desgastaba lenta y silenciosamente cada día.

El ding del ascensor lo sacó de sus pensamientos. Las puertas se abrieron para revelar otra entrada doble, imponente, que resguardaba el pent-house. Ezra caminó hasta el panel, tecleó el código de acceso y escuchó el clic del mecanismo. La puerta cedió suavemente.

Apenas cruzó el umbral, lo golpeó una ola invisible.

Aromas. Feromonas.

Su nariz se contrajo de inmediato; trató de contener el aire en sus pulmones, pero era inútil. Terminó soltando y, al hacerlo, aspiró aquel cóctel denso que impregnaba cada rincón del apartamento. Dulzura empalagosa de omegas mezclada con el filo dominante de un alfa.

El corazón le dio un vuelco.

Ahí estaba la otra cosa que lo desgastaba más que cualquier trabajo: vivir rodeado de los rastros de Dante, de su vida desbordante, de sus amantes… de todo lo que nunca podría ser suyo.

El mundo se dividía en dos sexos: hombres y mujeres, pero, además de esa división primaria, existía un segundo sexo que determinaba el destino de cada persona: alfa, beta u omega.

En la cima de la pirámide estaban los Alfas. Poderosos, con los mejores genes, cuerpos resistentes y una presencia imposible de ignorar. Controlaban la economía, la política, los grandes negocios. Eran la fuerza y la autoridad encarnadas. Sus feromonas eran intensas, capaces de alterar el ambiente a su alrededor, y cada tres meses sufrían una rutina abrasadora, un período en el que el juicio se nublaba y solo quedaba el instinto de aparearse, de reclamar y poseer.

Luego venían los Betas, considerados los más “comunes”. A diferencia de los alfas, no tenían feromonas dominantes ni ciclos, eran la clase trabajadora que mantenía la maquinaria del mundo en movimiento. Para muchos alfas, los betas no eran más que piezas intercambiables, aunque algunos lograban destacar por talento o conveniencia. Eran mayoría en número, pero minoría en poder, los que siempre estaban a la sombra.

Y al final estaban los Omegas. Los últimos eslabones de la cadena. La sociedad los veía como seres débiles, sumisos, cuya única función era reproducirse. Su valor dependía del linaje o, en su defecto, de su atractivo físico. Los más agraciados eran considerados bienes preciados, casi mercancía de lujo; los menos, eran condenados a vidas controladas y restringidas.

Tanto alfas como omegas tenían una tercera división: en dominantes y recesivos.

Los dominantes eran vistos como líderes natos: sus feromonas eran tan potentes que llenaban el aire, sus ciclos de calor duraban una semana o más, y su fertilidad era casi una bendición. Muchos los veneraban como si fuesen dioses.

Los recesivos, en cambio, eran casi invisibles. Feromonas débiles, ciclos escasos y poco intensos. Con algo de suerte, podían incluso pasar por betas. Para muchos, eran un error de la naturaleza, siempre juzgados, siempre menospreciados.

Y ahí era donde entraban Dante Delacroix y Ezra Hayes.

Dante era un alfa dominante en toda la extensión de la palabra. Su presencia llenaba cualquier espacio, sofocante y atrayente al mismo tiempo. Su aroma era un misterio tentador: ámbar ahumado mezclado con especias calientes como la canela, y algo más, oscuro e indescriptible. Incluso después de seis años, Ezra no lograba definirlo… pero sí sabía que lo hacía estremecerse. Y eso era lo peor: porque Ezra no era un beta, ni mucho menos un alfa recesivo como todos creían. Era un omega recesivo, uno de esos que pasaban desapercibidos, siempre al filo del anonimato.

Suspiró y dio más pasos dentro del apartamento, sintiéndose claustrofóbico por la intensidad de las feromonas.

El ambiente estaba saturado, casi denso, con rastros dulces y melosos de omegas que estaba con Dante en la habitación, pero su cuerpo solo reaccionó al aroma más fuerte: el de Dante. Su temperatura subió de inmediato, un calor incómodo recorriéndole la piel bajo la ropa, recordándole cruelmente quién era en realidad y lo que nunca podría tener.

Eso era lo que más odiaba de su trabajo como asistente personal: inmiscuirse demasiado en la vida íntima de Dante. El alfa tenía gustos exquisitos, un estatus que le permitía cualquier exceso y la afición de coleccionar amantes como si fueran trofeos. Su pent-house era escenario de fiestas privadas en las que corría el alcohol, la lujuria y el poder, y de las que nadie hablaba fuera de esas paredes.

Peor aún era cuando Dante caía en Rut. Esos días se encerraba con sus amantes y desaparecía del mundo, devorándolos hasta quedar exhausto. Ezra nunca quiso imaginar lo que sucedía tras esas puertas cerradas… pero las secuelas eran imposibles de ignorar: el aire cargado, el desastre en los muebles y el suelo, y también la cara de satisfacción de los invitados especiales. 

Y él, un omega oculto, obligado a respirar esos rastros y condenado a desear en silencio.

Ezra arrugó la nariz apenas cruzó la puerta: juguetes sexuales desperdigados, ropa interior enredada en las manijas de los muebles, botellas de lubricante vacías rodando por el suelo. El aire estaba tan cargado que le raspaba la garganta.

Dante había estado fuera del trabajo desde el miércoles, el día en que su Rut comenzó. Desde entonces se había encerrado en su pent-house con sus amantes omegas, desapareciendo del mundo exterior. Aquello no era raro, pero esa vez la intensidad lo había mantenido más días de lo habitual, casi devorándolo. Aun así, tenía que volver a la vida real y Ezra estaba allí para ello. 

Ezra no deseaba interrumpirlo, mucho menos ser testigo de lo que sucedía tras esas paredes, pero tenía órdenes claras: Dante debía asistir a un evento familiar obligatorio. Y cuando la orden venía de Lauren Delacroix, la madre de su jefe, no había margen de excusas.

Como asistente, le tocaba ser él quien sacara a su jefe de ese encierro.

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