Como se estaba haciendo usual, después de arreglar su habitación y la de los trillizos, Luisa se acercó a la cocina para ayudarle a María con el almuerzo. Lo hacía no solo para pasar el tiempo hasta la hora de ir a recoger a los niños, sino también para aprender algo de cocina y hablar con alguien.
—Te estaba esperando —dijo María cuando vio a Luisa entrar a la cocina—. ¿Cómo te fue ayer? Aunque con la cara que traes, cualquiera diría que acabas de regresar de un velorio.
Luisa suspiró e intentó sonreír un poco, al menos para que algo de color natural llegara a su rostro.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
María miró a Luisa con las cejas levantadas.
—Sí, pero antes, ¿me ayudas con esa remolacha? Hay que lavarla y picarla, en cuadritos muy pequeños, lo más que puedas.
Como si fuese una especie de autómata que acaba de salir del laboratorio de su creador, Luisa tomó la remolacha y se puso a hacer lo que María acababa de pedirle.
—¿Ahora sí te lo puedo preguntar…?
—¡Niña… a ver! Hace rat