Un hogar con bastantes vacíos

El día en la mansión transcurrió con lentitud y Luisa aprovechó la mañana para repasar un pénsum preescolar, porque estaba segura de que, a la edad de los trillizos, ellos ya deberían estar aprendiendo a leer, o al menos debían estar muy avanzados en el tema, porque recordada que Viviana, a esa edad, debió aprender y fue un verdadero dolor de cabeza que lo consiguiera debido a que nunca conseguía concentrarse en la lección, salvo los casos en que no debía leer palabras, sino frases completas, lo que desconcertó a los tres profesores que tuvo en un solo año y que siempre la calificaron mal, pese a que Luisa les insistió en que algo debía estar operando en el cerebro de su hermana para que se le facilitara leer las palabras solo cuando venían unidas a otras.

—Señorita —había dicho entonces uno de los profesores de Viviana—, me temo que el caso de su hermana es más grave de lo que parece y ni el mejor especialista logrará que algún día consiga leer. Quizá, si pudiera medicarla…

Pero Luisa no iba a suministrar medicamentos a su hermana solo para ayudarla aprender a leer. Tuvo que idearse un método para lograr que se concentrara por sí misma.  

—¿Entonces los trillizos no están leyendo todavía? —preguntó Luisa a Maria, la cocinera de la mansión, con quien había empezado a hablar desde que regresó a la mansión.

—Eso es por el método de Rebeca —explicó María mientras terminaba de pelar unas papas para el almuerzo— . Ella ha insistido en un procedimiento disque coreano o japonés que, supuestamente, es más lento pero consigue mejores resultados de comprensión lectora.

—Oh, entiendo —dijo Luisa después de haber verificado que, en efecto, por la edad de los trillizos debían al menos distinguir las letras del alfabeto, incluida la jota con la que iniciaban sus nombres—. Supongo que esa es la explicación —dijo, muy poco convencida. 

—Aunque, a mí, la verdad, me da la impresión de que la razón es otra, niña —dijo María mientras daba una mirada rápida a su alrededor, como si temiese que alguien inoportuno la pudiera estar viendo o escuchando—. La niñera que los hermanitos tienen no es muy buena. 

Luisa abrió los ojos con sorpresa y repasó, a través de la ventana de la cocina, que Viviana siguiera jugando en el parque que había afuera. Tras comprobar que su hermanita seguía columpiándose, preguntó a María qué había querido decir con eso. 

—Lo que digo es que Rebeca, la niñera, no se lleva bien con los trillizos del señor —explicó Maria, susurrando mientras echaba las papas peladas a la olla—. Ella puede tener sus métodos de academia y estar muy preparada, pero es que no tiene carisma con ellos.

Luisa lamentó no saber nada sobre pedagogía o crianza de niños y que su experiencia estuviera limitada solo al cuidado que había dispensado a Viviana, porque hubiera podido dar una mejor opinión sobre lo que le estaba diciendo María.

—No sé —admitió Luisa—, pero sí creo que para estar con niños, es necesario no solo tener muchos conocimientos, sino también empatía con ellos, porque si no, no sirve de nada.

—Eso mismo pienso yo —dijo María—, pero quién se lo hace ver así al señor, si él es todo un intelectual y una persona muy inteligente, de los que cree solo en lo que está en los libros, no en lo que le pueda decir una cocinera como yo, aunque esté pendiente y vea lo que ocurre con sus hijos.

Al escuchar que María hablaba sobre el dueño de casa, Luisa se sintió interesada en saber más sobre él. Si bien sabía que Mario era el CEO y fundador de la compañía de software Unix, ahora quería saber algo más sobre la vida privada de ese apuesto hombre que, siendo tan joven, ya amasaba una fortuna tan considerable.

—Igual, me imagino que el señor quiere mucho a sus hijos y sabrá lo que es mejor para ellos —dijo Luisa con la intención de provocar la lengua de María, más que de halagar a un hombre que, por su sola estampa, ya era acreedor de todos los posibles halagos existentes en el mundo.

—Oh, sí, como padre es un hombre intachable —dijo María, que ahora estaba picando unas verduras—, aunque le pasa lo mismo que a todos los padres, y es que su trabajo le demanda mucho tiempo, al menos entre semana, porque cuando tiene espacios libres sí los pasa con los trillizos, y salen mucho al parque, a jugar, de campamento, a la casa de vacaciones de la familia, que es una mansión casi tan grande como esta. 

Luisa apoyó la cabeza entre sus manos, acodada en la mesa de la cocina, mientras imaginaba a Mario con sus tres hijos. Debían verse hermosos los cuatro y sintió una tristeza muy grande de solo imaginar que quizá nunca los vería juntos, jugando o paseando por la casa vacacional de la familia.

—Entonces es un padre excepcional —dijo Luisa, casi suspirando—, pero también se ve que es muy estricto y de muy mal genio.     

María levantó los hombros y resopló.

—Solo él se aguanta, niña, y hasta me alegro de que no te vaya a contratar, porque como jefe puede ser espantoso —dijo María mientras le pasaba a Luisa unas zanahorias para que se las ayudara a pelar—, pero sabes, él no siempre fue así, antes parecía hecho con miel, de lo dulce que era.

—Me cuesta imaginar algo así después de lo que vi esta mañana —dijo Luisa después de volver a supervisar a Viviana, que ahora estaba en la resbaladilla—. ¿Pero todo fue por su esposa, cierto?

—¿Ya te lo dijeron? —exclamó María— Eso pasó. Su esposa se fue muy pronto, los dos eran todavía muy jóvenes y los trillizos estaban apenas por cumplir dos años. Fue un suceso arrollador, para él y todos los que la conocimos a ella. 

Luisa temió haber sido imprudente, porque llegó a sentir la tristeza en las últimas palabras de María. 

—Debió ser una mujer maravillosa —dijo Luisa después de un momento, cuando ya había terminado de pelar las zanahorias.

—Era muy buena, muy sencilla y muy noble, además de una esposa devota y una madre incondicional —dijo María—. Murió después de estar casi seis meses en cama y cuando todos creíamos que iba a recuperarse pronto, pero el cáncer hizo metástasis y se la llevó solo unos días después.

Al levantar la mirada, Luisa vio las lágrimas que perlaban los ojos de María y, aunque hubiera querido saber más sobre una mujer que, después de mal calculados cuatro años de fallecida, seguía provocando esas emociones en una de sus empleadas domésticas, supo que no era prudente seguir preguntando, menos siendo todavía una desconocida en esa casa, a la que había llegado hacía solo unas horas y a la que dejaría pasadas unas cuantas más, para quizá nunca volver. 

Después del almuerzo, que estuvo delicioso, Luisa, acompañada por su hermana, subieron al auto para recoger a los trillizos en el colegio. Cuando los vio salir, Luisa creyó ver que unos niños más grandes, de unos ocho o nueve años, los estaban molestando, pero sintió que no debía intervenir hasta no tener más información sobre lo que había creído ver. Esperó hasta que los trillizos se subieron al auto para preguntarles por el incidente.

—¿Podemos ir a casa y ya? —dijo Javier, intentando obviar la pregunta de Luisa.

—Sí, podemos —dijo Luisa al repasar la cara de vergüenza de Jacob y Jerónimo—, pero solo si me prometen que después me contarán lo que ha pasado.

Los tres niños levantaron la mirada, buscando los ojos de Luisa, que entonces los miró con algo de ternura, pero también con un poco de severidad.

—Está bien —dijo Jacob, hablando por los tres. 

Luisa le indicó al chófer que ya podían irse y, en el trayecto, revisó las tareas de los pequeños. Se dio cuenta, al ver sus cuadernos, que estaban bastante avanzados en lectura, al menos en las lecciones escolares y entonces Luisa temió que el método coreano o japonés de la niñera de los trillizos los estuviera retrasando. 

«Puede que me meta en problemas por esto», pensó Luisa, «Aunque igual, solo me quedan unas horas en la mansión, así que voy a arriesgarme y haré lo mismo que tanto ayudó a Vivi a superar este problema con la lectura». 

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