Caras pintadas

Luisa tomó aire, porque sabía que lo que estaba por hacer le traería problemas. Encerrada en la habitación de los trillizos, con su hermana Viviana y los tres hermanos atentos al juego que estaban por iniciar, Luisa tomó las témperas con las que iban a pintarse la cara cada vez que alguno de los pequeños consiguiera leer el color que ella escribiría en el tablero. 

—Muy bien, vamos a empezar con uno sencillo que va a leer Vivi, para que entiendan la mecánica del juego, ¿están listos? 

Usando un tablero acrílico que encontró en la cocina y en el que María anotaba lo que cada día necesitaba, Luisa escribió la palabra “Azul”.

—Muy bien, Vivi, ¿qué dice aquí?

—Azul —dijo Viviana, orgullosa.

—Perfecto, Vivi. Voy entonces a pintar tu cara de azul.

Ante la mirada atenta y divertida de los trillizos, Luisa pintó la cara de su hermana de azul.

—¿Quién quiere ser el siguiente? —preguntó Luisa cuando terminó de pasar la témpera por el rostro de Viviana.

Los tres mellizos levantaron la mano y gritaron, emocionados, pidiendo ser los siguientes.

—Muy bien, a ver, empecemos por Javier, que fue el primero en levantar la mano —dijo Luisa, señalando al pequeño—. Voy a escribir un color en el tablero, justo como acabo de hacer con Vivi, y si lo lees de forma correcta, te pinto la cara de ese color, ¿te parece?

Emocionado, Javier asintió y saltó, mientras sus hermanos también lo animaban.

—Muy bien, aquí está —dijo Luisa mientras escribía “Rojo”— A ver, léelo, Javier.

Como ya había anticipado, Luisa vio que Javier trastabillaba con una palabra de solo dos sílabas. Incluso notó que Jacob y Jerónimo también parecían dudar de cómo se leía la palabra escrita en el tablero. 

—Vamos a ver, Javier, te voy a ayudar —dijo Luisa—. Canta conmigo y con Vivi la siguiente canción: “Ra, ra, ra, ere con a es ra”.

Los trillizos pronto se animaron a cantar y después de repasar la letra R con las cinco vocales, Javier pudo leer, sin ningún problema.

—¡Rojo! —dijo emocionado. 

—Muy bien, Javier. Te has ganado el derecho a tener la cara pintada de rojo. Vivi, me ayudas a pintar su carita de rojo.

Ante la mirada atenta de sus hermanos y con una sonrisa que derritió a Luisa, Javier se dejó pintar la cara de rojo mientras Viviana aplicaba la pintura con sus dedos. 

—Ahora es el turno de… —dijo Luisa.

Jacob y Jerónimo, emocionados, levantaron la mano al mismo tiempo.

—Ya sé, como los dos levantaron la mano al mismo tiempo, los dos van a leer el color que estoy por escribir en el tablero —dijo Luisa, que a continuación escribió “Verde”.

Como había imaginado, una vez más, los pequeños tuvieron dificultades y esta vez cantaron la canción usando la V con cada vocal. Al final de la canción, los mellizos pudieron leer.

—¡Verde! —gritaron, emocionados, Jacob y Jerónimo. 

—Perfecto —dijo Luisa— ¿Ven qué fácil es?

A continuación, Viviana, que también estaba muy emocionada usando las pinturas, pintó los rostros de Jerónimo y de Jacob de verde.

—Vamos ahora, chiquitines, ¡a volvernos a pintar la cara!

Los trillizos rieron y saltaron, emocionados.

—Pero antes —dijo Luisa, simulando estar triste—. Tienen que pintarme la cara a mí, porque yo no tengo la cara pintada.

—¡Sí, sí, sí, vamos a pintarle la cara a Luisa! —gritaron los trillizos, dando brincos alrededor de la habitación.

—Pero para pintarme la cara, tienen que leer el siguiente color. ¿Listos?

—¡Sí, sí, sí!

Luisa escribió la palabra “Negro”.

—A ver, ¿qué dice? —preguntó Luisa.

—Ne, ne.. —dijo Javier.

—¡Gro! —dijo Jacob.

—¡Negro! —dijo Jerónimo.

—¡Muy bien, lo han leído perfecto! —exclamó Luisa, también emocionada por el importante logro de los trillizos— Ahora pueden, los tres, junto con Vivi, pintarme la cara de negro. 

Entre risas, la cara de Luisa se llenó de dedos con pintura negra.

—¿Vamos, ahora sí, por el siguiente color? —preguntó Luisa cuando ya tenía la cara pintada de negro.

A solo unos metros de la habitación de los trillizos, María, Pedro y dos de las ayudantes de limpieza estaban reunidos, escuchando los gritos y algarabía que casi resonaba por toda la casa.

—¿Hace cuánto no escuchábamos tantas risas? —preguntó Pedro.

—Desde que la señora no dejó —dijo María.

—¿Qué es lo que está pasando en esta casa? —preguntó la gruesa y algo molesta voz de un hombre, a espaldas de los empleados.

—¡Señor! —dijeron, al unísono, los cuatro empleados reunidos. 

—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó de nuevo Mario— ¿No me lo van a decir?

La mirada de todos recayó en María. 

—Son los niños, señor. Están con la niñera novata —respondió María, tomándose las manos. 

Mario frunció el ceño por un momento, preguntándose de qué niñera le estaba hablando María, pero no llegó a formular la pregunta. Un alarido de entusiasmo frenó sus palabras. 

—Hágalos salir de la habitación —ordenó Mario a una de las ayudantes de la casa—. Ahora mismo.

La ayudante, con la cabeza agachada, se adelantó los metros que la separaban de la entrada del cuarto y, después de llamar sin que le abrieran, entró. La cara de horror que puso la ayudante alarmó a Mario, que se acercó de inmediato, en dos largas zancadas.

—¿Pero qué…? ¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué es lo que está pasando aquí?! —gritó Mario, rojo como una cereza.

Luisa, Viviana, Javier, Jerónimo y Jacob giraron, espantados al ver la cara de Mario igual de roja a la de Javier, con algo de verde rabioso igual a la de Jerónimo y Jacob, las venas brotadas y azules, como la cara de Viviana y un hálito negro, como la cara de Luisa, que lo rodeaba. Sin embargo, cuando las miradas de Luisa y Mario se cruzaron, la joven sintió que, en el fondo de esos ojos verdes que la miraban con dureza, había todavía algo del hombre dulce y amable que él había sido antes de perder a su esposa, y que gritaba por ser rescatado. Ese furtivo y breve destello consiguió iluminar el rostro de Luisa.  

—Estaba enseñando a los niños a leer, señor —dijo Luisa, sonriente pese al evidente mal genio de Mario. 

—Sí, papá, mira, ya sabemos leer palabras de dos sílabas —dijo Javier, que parecía llevar la vocería de sus hermanos. 

—¿Quieres que te leamos algún color? —preguntó Jacob a su papá.

—¿O también quieres que te pintemos la cara si lees bien uno? —sugirió Jerónimo.

—¿Qué…? ¿Leer? ¿Pintarme la cara? ¿Pero de qué hablan? —balbuceó Mario, todavía creyendo estar en una pesadilla. 

—Venga, señor, le enseñaré lo que estamos haciendo —dijo Luisa tras recuperar el volumen de su voz.

El ofrecimiento de Luisa, que sonreía mientras le enseñaba las pinturas, despertó en Mario una sensación de calidez que no había sentido desde la muerte de su esposa, pero fiel a lo que había ya decidido en la mañana y temiendo contradecirse, Mario se negó a entrar a la habitación.

—No, de ninguna manera —dijo Mario—. Habíamos quedado en que usted se quedaba solo un día, señorita, junto con esa niña que la acompaña. Ya ha pasado la hora, ya estoy en casa y puedo encargarme de mis hijos. Haga usted el favor de irse. Pedro le pagará lo que se le debe por este día. 

Luisa intentó sonreír para no angustiar a los trillizos, que giraron a mirarla, entristecidos.

—¡No, papá, Luisa no se puede ir! —dijo Javier, con los puños tensos.

—¡Y Vivi tampoco! —gritaron Jerónimo y Jacob, dando un paso adelante para interponerse entre su padre y la hermana de Luisa. 

—Niños, no. No deben hablarle de esa forma a su padre —dijo Luisa mientras ponía sus manos en los hombros de sus pequeños defensores—. Su papá tiene razón, teníamos un acuerdo y es momento de que yo me vaya, junto con Vivi. 

—¡No, Luisa, quédate, las dos se pueden quedar! —dijo Javier, abrazado a las piernas de la joven niñera. Sus hermanos lo emularon enseguida y rodearon también a Viviana. 

Al ver la escena de sus hijos abrazados a las piernas de Luisa, Mario no pudo evitar sentir un deja vu, en el que sus tres pequeños rodeaban la cama de su esposa momentos después de haber muerto, y la niñera parecía tener tanto de ella…

Mario no dijo nada y se alejó, pero Pedro, que necesitaba una orden del señor, alcanzó a preguntarle si debía pagarle el día a la niñera.

—No. Está bien. Los niños la quieren y… ¿sabe? —dijo Mario, todavía algo consternado por la imagen que había acudido a su cabeza—. Igual es solo por un mes, hasta que regrese

Rebeca. Dígale que puede instalarse, junto con su hermana. Tenemos mucho espacio en esta casa, a la que ya le hacían falta las risas. 

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