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La oscuridad de la noche.
Los destellos azules y rojos del cielo brillaban como estrellas fugaces, anunciando mi destino. Sábado, 20:45 El crepúsculo se extendía sobre la ciudad, pintando el cielo con tonos de naranja y rosa mientras el sol se deslizaba lentamente hacia el horizonte. El zumbido monótono de la ciudad se rompió de pronto con el rugido de un motor que se aproximaba, su presencia anunciada por el estruendo de los neumáticos sobre el asfalto. Era un sedán negro, reluciente bajo la luz del atardecer; sus líneas elegantes y aerodinámicas cortaban el aire con una gracia amenazante. El coche avanzaba con determinación por las calles, su figura imponente destacando contra el cielo encendido. Dentro, el conductor, con la mirada fija en su objetivo, saboreaba cada instante antes de desatar la tormenta que se avecinaba. Sus manos se aferraban con firmeza al volante. La calma tensa se quebró cuando el acelerador se hundió con fuerza y el vehículo se lanzó hacia adelante con una ferocidad contenida, listo para la caza. Mientras tanto, en un deportivo azul, una mujer sentía la adrenalina correr por sus venas al enfrentarse al peligro que se aproximaba. Con un rápido movimiento, pisó el embrague, sintiendo la respuesta inmediata del motor. La velocidad se convirtió en su aliada. El viento agitaba su cabello mientras la brisa fresca de la tarde acariciaba su rostro. Su vestido negro ondeaba a su alrededor. El coche se acercaba cada vez más; la amenaza era palpable. Con cada segundo, el peligro crecía, empujándola a alcanzar velocidades aún mayores en su desesperada carrera por escapar. Presionó el pedal del acelerador hasta el fondo, sintiendo la poderosa respuesta del motor rugiendo bajo su control. Cada vez más cerca. Tenía que escapar. Dentro del coche, con determinación, alargó la mano hacia la pantalla digital del panel de control. Sus dedos se deslizaron con rapidez por la superficie táctil, navegando por el menú hasta encontrar la opción que buscaba. Con un leve clic, se reveló una guantera secreta oculta detrás. Sin dudarlo, extendió la mano y sacó un arma. El metal frío contrastó con el calor de su palma. Activó la función de manos libres. —Ma bella, ¿qué está pasando? —preguntó una voz al otro lado de la línea. —Va detrás de mí. Lo sabe todo. —Mierda. —Hubo un momento de silencio, seguido por un tono urgente—: No hagas nada. Mantente a salvo y no te detengas por nada. Voy a encontrarte, ma bella. La carretera se desplegaba ante ella. Una curva cerrada apareció de repente, desafiando su habilidad y su coraje en plena persecución. El coche negro, como un depredador implacable, aceleró para cerrar la distancia. El rugido ensordecedor del motor llenó el aire mientras se lanzaba hacia adelante con ferocidad. Ella apretó los dientes y sujetó el volante con fuerza, enfrentando la curva con determinación. Pero antes de completarla, el coche negro la embistió con violencia desde atrás, golpeando su vehículo y enviándolo fuera de control. El deportivo azul giró violentamente, se salió de la carretera y terminó detenido al borde de un acantilado. El caos reinó en el interior del habitáculo mientras ella luchaba por mantenerse consciente. Su corazón latía con furia. Sin pensarlo dos veces, se lanzó fuera del coche, saltando hacia la oscuridad que se cernía bajo el acantilado. El aire frío de la noche azotó su rostro mientras caía en picada, su cuerpo golpeando contra las rocas y la arena con un estrépito sordo. Un segundo después, la explosión estalló con un estruendo ensordecedor. Por un instante eterno, el mundo pareció detenerse. El resplandor envolvió todo a su alrededor: las rocas, la arena, el mar, las estrellas parpadeantes en el cielo nocturno. El sonido distante de sirenas la sacó de su aturdimiento. Con un esfuerzo sobrehumano, logró incorporarse y salir tambaleante hacia la carretera. El fuego cegaba sus ojos mientras intentaba orientarse en medio del caos. Todo a su alrededor parecía confuso y borroso, como si estuviera atrapada en un sueño febril. El mundo se desvaneció a su alrededor, dejándola sola en la oscuridad de su propia mente. La luz desapareció, dejando tras de sí una sombra aún más profunda. Y así, en la quietud opresiva de la oscuridad, su cuerpo quedó inmóvil sobre la arena fría del acantilado, mientras el tiempo se deslizaba lentamente, sin fin y sin principio. La noche la envolvió por completo, y los destellos azules y rojos volvieron a cruzar el cielo como estrellas fugaces, presagiando su destino.






