El eco de los pasos de Ares retumbaba por los húmedos y malolientes pasillos del calabozo. Su lobo rugía dentro de él, desbocado, herido, enfurecido. La imagen de Isabel junto a otro macho no dejaba de repetirse en su mente.
Le atormentaba la idea de que iba con todas las intenciones de suplicarle que lo amara solo para encontrarla en el suelo, con otro hombre sobre ella y marcándola para reclamarla como suya a pesar de que eso la podía matar. El aroma de ella mezclado con el de ese otro bastardo lo había enloquecido. No escuchó razones, no aceptó explicaciones y dejó que esa oscuridad que no le había mostrado hasta ahora tomara por completo el control.
La puerta de hierro se abrió con un chirrido sordo y aterrador. Isabel, encadenada a una pared, alzó el rostro demacrado y sus ojos vacíos se llenaron de lágrimas al verlo, pero no era alivio lo que reflejaban, era un miedo aprendido.
―¿Se siente bien estar aquí? ―Preguntó él con desdén, cruzando los brazos. ―¿Esas lágrimas en tus ojos