Habían pasado días desde el colapso de Isabel en la cafetería. Días en los que el tiempo parecía haberse suspendido, colgando en un limbo espeso donde la realidad no terminaba de asentarse y el pasado golpeaba a su puerta en forma de sueños, fragmentos, ecos.
Cada noche, el mismo sueño.
Un bosque húmedo, bañado por la niebla. Hojas crujientes bajo sus pies. Un susurro entre los árboles y al fondo, unos ojos azules como el relámpago antes de la tormenta. Le hablaban sin palabras, le decían que estaba a salvo, que no estaba sola, que la amaban y ella quería creerlo.
Pero siempre despertaba sobresaltada, jadeando, con la piel húmeda por el sudor. Logan estaba a su lado, sentado en silencio o fingiendo dormir. A veces le ofrecía agua, otras solo tomaba su mano sin decir nada, pero su mirada se volvía más tensa con cada noche que pasaba, con cada vez que Isabel murmuraba ese nombre que él ødiaba tanto: Ares.
—No sé quién es. —Le dijo al borde del llanto. —Pero lo siento aquí… —Se tocó