Ares caminaba de un lado a otro frente al fuego del campamento, el ceño fruncido, el corazón apretado por la impotencia. Henrry estaba sentado con los codos sobre las rodillas, tan tenso como su alfa, mientras Lucía tenía los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—¡¿Dónde diablos puede estar?! —Bufó Ares. —¡Está viva, lo sabemos! ¡Nos lo dijeron las ninfas, Nyssara lo confirmó… entonces ¿Por qué no puedo sentirla?!
—Porque algo en ella cambió. —Murmuró Nyssara, desde la sombra de un árbol, su voz apenas audible entre las chispas del fuego.
La jefa de las ninfas sonreía, con esa expresión calmada y atemporal que solo las criaturas eternas sabían portar. Los observaba discutir como quien ve florecer un árbol joven: con paciencia y sabiduría.
—¿Qué puede pasar para que una persona cambie tanto al punto de que su propia pareja no pueda sentirla? —Replicó Henrry, apretando los dientes.
Lucía apretó aún más los suyos. La frustración bullía en su pecho como un volcán al borde de la erupci