Habían pasado dos semanas desde el rescate.
La manada se había cubierto de una falsa calma, como un mar plácido antes de una tormenta. Las heridas visibles comenzaban a sanar, pero las cicatrices internas aún supuraban en silencio, como brasas enterradas bajo la ceniza.
Ares se mostraba más sereno, pero no menos alerta. Había reanudado los entrenamientos con los centinelas más jóvenes, reforzado los límites territoriales y colocado vigías en puntos estratégicos. Dormía poco y vigilaba mucho, porque aunque su rostro se relajaba cuando Isabel reía, en su corazón sabía que la guerra no había terminado. Solo había cambiado de rostro.
El vínculo entre Isabel y Ares se fortalecía día tras día. Sus conversaciones ya no eran solo reproches o disculpas. Ahora hablaban del bebé, del futuro, de todo lo que les había sido robado por la mentira, el dolor y el orgullo. A veces compartían silencios largos y cómodos, miradas que decían más que las palabras. Isabel todavía se resistía a entregarse por