El consejo de ancianos se reunió en el salón principal de la casa del alfa. Sus rostros severos, marcados por los años y por la guerra, se mantenían serenos, pero sus ojos eran cuchillos afilados. Había un aura rancia en ese lugar, una mezcla de poder antiguo y prejuicios viejos como el tiempo.
Lucía los miraba de frente, con el ceño fruncido y las manos apretadas a los costados. No se iba a encoger por un par de vejestorios arrogantes. Había visto hombres morir, había cuidado heridas abiertas hasta con sus propias manos, había cruzado territorio enemigo para salvar a Isabel. No iba a inclinar la cabeza por un puñado de ancianos que apenas podían con el peso de su orgullo.
Habían pasado un par de meses y se vio obligada a ser una guerrera para cuidar de su amiga y, por lo tanto, nadie la iba a doblegar.
—No pertenece aquí. —Declaró uno de los más antiguos, con voz áspera como corteza seca. —Es una humana. No tiene linaje, no tiene manada, no tiene vínculo. ¡Es una intrusa! —Las palab