El castillo se estremecía con los preparativos.
Los pasillos eran un ir y venir de guerreros, magas y ancianos custodios que se inclinaban sobre antiguos mapas, murmurando cánticos de protección, afilando armas o preparando los portales que los llevarían más allá de los límites seguros. Las velas encendidas iluminaban los muros con una luz temblorosa, como si el castillo mismo presintiera el peligro al que se enfrentaban.
Henrry, Lucía, Ares y Nyssara partían al amanecer hacia los territorios oscuros donde, según antiguos rastros mágicos, se escondían los brujos responsables del hechizo que casi destruyó a Lucía. La tensión se podía cortar con un cuchillo.
Isabel, inquieta, se acercó al grupo justo cuando los portales de transporte comenzaban a brillar con tonos violáceos, como bocas abiertas a lo desconocido.
—Yo también quiero ir. —Exigió con firmeza, cruzando los brazos sobre su pecho. —No pienso quedarme de brazos cruzados mientras ustedes se arriesgan. Lucía es mi amiga. Esta