Devon
Nunca pensé que podría volver a entrar en una casa donde se escuchara risa infantil. No después de lo que pasó. No después de sentir que todo el ruido del mundo se había extinguido con el estruendo de un avión cayendo.
La camioneta de Jacob avanzó por una calle arbolada y se detuvo frente a una casa amplia, de fachada clara, rodeada por un jardín que parecía cuidado sin ostentación, como si lo importante no fuera que luciera perfecto, sino que fuera vivido. El motor se apagó, pero el zumbido en mi cabeza siguió ahí, como si no quisiera dejarme.
Anastasia bajó primero, ágil, con esa energía práctica que parece no abandonarla nunca. Jacob me abrió la puerta del copiloto.
—Despacio, no hay prisa —dijo.
Prisa… la palabra me sonó ajena. Desde el accidente, el tiempo había dejado de funcionar igual. Todo iba lento, pero yo me sentía siempre tarde.
Pisé el suelo y sentí que mis piernas dudaban. El aire de afuera era tibio, pero me hizo estremecer. Miré hacia el jardín. Dos niños jugaba