DALIA
El té estaba casi frío y el pastel reducido a unas migas en el plato, pero ninguno de los dos parecía notarlo. Adriano se había quedado observándome todo el rato, como si intentara grabar cada movimiento, cada expresión, en su memoria. El corbatín de su smoking estaba fuera y su camisa abierta en los primeros botones, aun así se veía perfecto.
Cuando se levantó para irse, lo acompañé hasta la puerta. Pensé que se despediría con un beso suave, como antes. Pero en cuanto mi mano tocó el picaporte, él la atrapó y me giró hacia sí con un movimiento firme.
Su boca cayó sobre la mía con una urgencia que me robó el aire. No fue un beso para decir “hasta luego”. Fue un reclamo. Una confesión. Un grito ahogado de todo lo que había callado.
Sus manos, grandes y tibias, enmarcaron mi rostro, y su cuerpo me empujó suavemente contra la puerta. Sentí el golpecito de la madera en mi espalda, pero no me moví. No podía. Sus labios se movían sobre los míos con una mezcla perfecta de suavidad y ha