Sombras en mi Hogar.

Nadie se movía.

La sala estaba en silencio, pero no era un silencio tranquilo. Era uno de esos silencios que vibran, que se estiran demasiado, como si en cualquier momento fueran a romperse.

Noah respiraba contra mi pecho, lento, cansado, con el pulgar atrapado entre mis dedos. Dorian permanecía sentado en el sillón, recto, sin cruzar las piernas, con la calma de alguien que sabe que cualquier gesto de más puede encender una chispa.

Y Caelan seguía mirando por la ventana.

No parpadeaba, no se apoyaba, no respiraba hondo. Estaba quieto, rígido, como si su cuerpo entero se hubiera tensado para no hacer ruido.

La luz de la ciudad dibujaba su silueta en el vidrio: hombros rectos, cuello tenso, la cabeza levemente ladeada, atento a algo que yo no veía.

—Caelan… —murmuré, sin dar un paso hacia él.

No respondió.

El teléfono vibró sobre la mesa nuevamente.

No sonó, no iluminó la pantalla. Solo vibró, una vez, breve, seca, como un aviso.

Caelan reaccionó de inmediato. Se giró, tomó el teléfono
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