Romina tenía una mordaza en la boca y sujeta las manos, los gritos eran amortiguados por la tela, pero los ladridos de los perros aumentaban, con saliva espumosa saliendo de sus bocas y afilados colmillos que se asomaban a través de los huecos de las rejas que los separaban de la mujer.
— ¿Sabes para qué es ese compartimento pequeño donde la metiste, entre las dos rejas Leroy? – Eva miraba y recordaba los horrores del pasado.
Leroy se lo imaginó, pero negó con la cabeza.
— Ahí nos metían a los niños malos. Los pobres perros se pasaban días sin comer porque su malnacido hijo no los alimentaba y al ser encerrados, éramos como carne fresca bien cerca de sus bocas.
Eva le contaba mirando a la mujer que ya no sabía si moverse a la derecha o a la izquierda.
Pensaba que, en cualquier momento, uno de esos animales atravesaría la fina separación y acabaría con su vida.
— Si así se ve un adulto, te podrás imaginar la desesperación de un niño, ¿no? – Eva sonrió con sarcasmo y con tristeza en el