Mundo ficciónIniciar sesiónAMBER PIERCE
Mientras el bebé dormía decidí buscar un lugar donde esconder los anticonceptivos. Me paseé por la habitación de Byron, que ahora era mía, y por primera vez desde que había llegado estaba prestándole suficiente atención a los detalles, a cada fotografía sobre los muebles. Ahí estaba él y Charlotte, abrazados, en la playa, de compras en París, tomados de la mano o besándose.
Tomé una, la que me pareció la más bonita. Entonces me di cuenta. Él veía con adoración a Charlotte, era como si nada en el mundo importara más que ella, mientras que ella parecía más preocupada por posar bien en la foto.
Ya conocía esa historia.
Él lo dio todo.
Ella huyó ante el primer inconveniente.
No era un amor recíproco como intentaban hacer ver. Él se enamoró de ella y, sinceramente, no sé por qué. Sé lo suficiente de Charlotte para deducir que no era una mujer muy agradable u honesta, y eso se reflejaba en cómo prefería las luces de las cámaras que estar con él.
Dejé la fotografía de nuevo en su sitio, sintiendo tristeza por lo que él creyó que tenía con ella, y al mismo tiempo envidia, pues me parecía que tener el amor sincero de alguien era un regalo invaluable. Pocas personas pueden amar de manera desinteresada y Charlotte renunció a eso para evitar lidiar con su ceguera.
Byron se merecía algo mejor.
Una punzada atravesó mi corazón, y una pequeña vocecita me preguntó dentro de mi cabeza si yo podría arreglar lo que esa mujer arruinó.
—¡No! Es una pésima idea —solté indignada conmigo misma y seguí buscando un lugar donde esconder mis pastillas, así que abrí el cajón donde guardaba mi ropa y las metí hasta el fondo. En cuanto lo cerré, me quedé pensativa—. No estoy aquí buscando amor, pero tal vez… si soy un poco más empática, podría lograr que este matrimonio no sea tan malo.
***
BYRON HARRINGTON
Llegué a casa con la actitud de quien ya no espera nada, solo decepción. Cargando mi frustración y la oscuridad, mi mundo se había apagado en muchos sentidos. Bajé del asiento trasero del auto con ayuda de uno de mis guardaespaldas, pero cuando mi bastón por fin tocó el camino empedrado, me sacudí sus manos con firmeza antes de andar.
Apoyé mi mano sobre la madera pulida de la puerta y esta se abrió. Esperaba más frío, oscuridad y ausencia, pero lo que me recibió fue calidez. Sentí una corriente tibia acariciando mis mejillas, dejándome confundido. En todos mis años viviendo ahí, la casa había sido un lugar frío y silencioso.
Esta vez era diferente.
—Bienvenido, señor Harrington —me saludó una de las sirvientas. Ya podía imaginármela reverenciándome con educación, como siempre.
—¿Dónde está…? —El nombre se me atoró en la garganta, como si fuera un cúmulo de cristales rotos que me rehusaba a escupir.
—¿Su esposa? En el cuarto del bebé —dijo la mujer con voz armoniosa.
Tal vez había perdido la vista, pero con cada día que pasaba notaba que el resto de mis sentidos se agudizaban para compensarlo. Así es como escuché un suave canto, un arrullo que provenía del primer piso. Me acerqué a las escaleras, las subí lentamente, repeliendo a cualquiera que me quisiera ayudar.
Llegué hasta la habitación que ahora era del bebé, siguiendo esa dulce voz que derrochaba ternura y cariño, tanto que incluso mi corazón se retorció. Abrí lentamente la puerta y me mantuve en silencio, escuchándola arrullar al bebé.
No solo mi hijo parecía calmarse, sino que, de cierta manera, también yo me sentía hipnotizado por su voz, una que jamás había escuchado hasta ese momento.
Entonces, abruptamente, se calló y el silencio reemplazó la melodía por varios minutos que se me hicieron eternos.
—Byron… —susurró como si mi nombre hubiera necesitado todo el aire de sus pulmones. Entonces escuché el ruido de la silla mecedora, después sus pasos haciendo crujir la madera bajo sus pies. Tragó saliva y carraspeó de manera disimulada, haciendo que la desconfianza hiciera a un lado la calma que su canto me había provocado—. ¿Quieres cargarlo?
Fruncí el ceño y cuando estaba listo para negarme, sentí su mano en mi brazo, pequeña y cálida. Mis labios se entreabrieron, pero no pude decir nada cuando sentí al pequeño cerca de mi pecho. Su aroma a bebé inundó mi nariz.
—Es papá —agregó ella, recuperando un poco de la calidez que había escuchado en su canto mientras el bebé balbuceaba. Sentía sus manitas intentando alcanzar mi corbata y arrugar la solapa de mi saco.
—¿Cómo se llama? ¿Ya has pensado en un nombre? —pregunté mientras, a tientas, envolvía al bebé, recargándolo en mi pecho. Ya llevaba muchos meses fuera del útero que lo engendró y no tenía un nombre. Era como un cachorro.
—No… yo pensé que el nombre se lo pondrían tú y… —Se calló súbitamente y aunque no podía verla, sabía que su cuerpo se había tensado. Entrecerré los ojos, como un reflejo que ahora carecía de sentido.
—¿Y… quién? —pregunté, presionándola a que terminara su frase.
—Tú… ¿mamá? —respondió claramente nerviosa.
—¿Mi madre? ¿Le darás el honor de que ella le ponga nombre? Pensé que se odiaban mutuamente —contesté y contuve mis ganas de rechinar los dientes.
—¿Se puede llamar Jeremy? —preguntó nerviosa antes de recuperar al pequeño—. Lo pensé durante todo el embarazo… de la mujer que prestó su vientre. Todo ese tiempo estuve pensando en un nombre y me gustó ese.
—¿Jeremy? —inquirí sintiéndome cada vez más molesto con la mujer que tenía frente a mí.
—Sí, me recuerda a una canción que me gusta mucho —agregó antes de dar media vuelta y dejar al pequeño en su cuna. Pude escuchar el suave tintineo del móvil que pendía sobre él.
—¿Jeremy de Pearl Jam? ¿Desde cuándo te gusta el rock? Pensé que se te hacía un ruido estridente y molesto y que no entendías cómo había gente que le gustaba —dije con los dientes apretados, intentando contener mi molestia. Ahora entendía porque no hablaba mucho, cada vez que abría la boca confirmaba que era una completa desconocida.
—Ah… ¿Tienes hambre? —cambió de tema de manera insolente—. Hice la cena.
Pasó por un costado mío y antes de que atravesara el umbral la tomé del brazo con firmeza, deteniéndola.
—¿Tú? ¿Cocinar? —pregunté con una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Pensé que odiabas el calor de la estufa.
—Yo… quise hacer algo lindo —contestó antes de carraspear un poco para volver a afinar la voz—. Vi… tutoriales en internet. ¿No puedo hacer algo lindo por mi esposo, aunque sea de vez en cuando?
¿Hablaba en serio? Si no perdí la memoria. Charlotte jamás se acercaría a una estufa en su vida.
—¿«Algo lindo»? —repetí sus palabras—. ¿Quién eres?
El silencio se asentó y mi esposa se quedó estática mientras yo intentaba imaginarme el gesto de su rostro. La frustración y el enojo se calmaron poco a poco. Entonces, a través de la puerta el aroma de la comida aun caliente llegó a mi nariz. Olía mejor que lo que solía comer en hoteles cinco estrellas.







