CLEMENTINE
Gael aún no tenía fiebre, gracias a Dios. Le tomé la temperatura, luego lo ayudé a quitarse la ropa del colegio y a ponerse el pijama. Volví a revisar cuando se metió en la cama, solo para estar segura. Lo arropé y subí la sábana hasta su barbilla, y le di besos en la cara hasta que soltó una débil risita.
Eso era todo lo que necesitaba. Necesitaba que se pareciera más a él mismo.
Sentía que todo estaba saliendo mal ahora mismo, y eso me estaba afectando. El trabajo era un desafío, lo había sido desde el primer día. Estaba agradecida por mi empleo, pero algunas tardes llegaba a casa con la cabeza como una esponja vieja. Solo necesitaba que terminara este mes para que me pagaran y el trabajo se aligerara de nuevo.
—¿Cómo te sientes, pequeño? —le pregunté a Gael—. ¿Todavía te duele la pancita?
Negó con la cabeza. —Está un poco mejor.
—Me alegro —dije—. Creo que necesitas dormir una siesta, y cuando despiertes, te sentirás mucho mejor.
Asintió y bostezó con sueño, sin si