04

Vivían en el lujoso piso de Eric en una de las torres más exclusivas de New York, un espacio inmenso y frío que se sentía más como una prisión que un hogar.

Sus encuentros se limitaban a los desayunos formales, donde Eric evitaba siquiera sentarse cerca de ella, un fantasma impoluto que desayunaba en silencio antes de desaparecer hacia la cumbre de su imperio.

Bianca pasaba las horas encerrada, su única compañía el eco de sus propios pasos por los pulcros suelos de mármol. Tenía prohibido salir, una orden no dicha pero entendida. Las ventanas gigantes ofrecían vistas espectaculares de la ciudad, pero ella se sentía más atrapada que nunca.

Esa mañana, el ritual se repitió. Eric terminó su café, se levantó sin dirigirle una mirada y salió del comedor, el sonido de sus pasos firmes alejándose hasta que la puerta principal se cerró con un suave "clic". Bianca se quedó sola, con su desayuno intacto y un vacío opresivo en el estómago. La cabeza le empezó a dar vueltas, y una ola de náuseas la golpeó con fuerza.

Intentó levantarse para ir al baño, pero sus piernas flaquearon. La visión se le nubló, y el mundo giró a su alrededor en un torbellino vertiginoso. Un zumbido ensordecedor llenó sus oídos. Sus rodillas cedieron, y la última imagen que sus ojos captaron antes de la oscuridad total fue el suelo reluciente.

El "clic" de la puerta se repitió. Eric, que había olvidado unos documentos cruciales para una junta matutina, regresó al apartamento con una impaciencia inusual. Entró en el comedor y se detuvo en seco. Su mirada se posó en la figura desplomada de Bianca en el suelo, pálida y aparentemente inerte. Por un instante, la gélida máscara de indiferencia se quebró, dejando ver una chispa de alarma.

Se acercó a ella con rapidez inusitada. Se arrodilló, y su mano, que siempre la había rechazado, se posó en su frente. Estaba fría.

—¡Bianca! —llamó, su voz más alta de lo normal, con un tono de urgencia que no le había escuchado desde el accidente.

La tomó en brazos, sintiendo su ligereza, y la llevó a toda prisa hacia el ascensor. Los guardias, sorprendidos, abrieron paso mientras Eric la sostenía con una inquietud que desconocía.

El trayecto al hospital fue un rápido.

El frío de la camilla del hospital despertó a Bianca. La luz blanca y estéril la cegó por un momento. Sintió una punzada en el brazo donde le habían puesto una vía. Junto a ella, un médico de rostro amable le hablaba con voz tranquila.

—Señora Harrington, se encuentra bien. Solo necesita descansar y comer mejor. ¿Ha tenido náuseas matutinas?

Bianca frunció el ceño. ¿Náuseas matutinas? No había pensado en eso.

Fue entonces cuando la voz de Eric resonó desde el fondo de la habitación, cortante como un témpano.

—¿Náuseas matutinas, doctor? —la ironía goteaba de cada palabra—. ¿Acaso no es obvio? Explíqueselo de una vez, ya que ella parece demasiado ingenua para entender lo que le sucede a su propio cuerpo.

El médico, algo incómodo, miró a Eric y luego a Bianca.

—Bueno, señor Harrington, a juzgar por los resultados de los análisis preliminares y los síntomas, su esposa está... embarazada.

La palabra embarazada se suspendió en el aire como una bomba. Los ojos de Bianca se abrieron de par en par, y su propio aliento se detuvo. Embarazada. No podía ser.

Eric avanzó un paso, su mirada de témpano clavada en ella, ahora teñida de furia helada.

—¿Lo ves, Bianca? —su voz era un susurro letal que solo ella podía escuchar—. Dime de una vez. ¿Quién es el padre? ¿Con quién te acostaste? ¿Acaso no te bastó con arruinarme la vida con la muerte de Aitana, que ahora vienes con la desfachatez de traerme un bastardo a esta casa?

El aire se le escapó de los pulmones. Se sentía apresada, asfixiada por la acusación. ¿Cómo iba a decirle? ¿Cómo iba a confesarle que el padre de su bebé era él, Eric Harrington?

Esa noche, la noche que Aitana le pidió que fingiera ser ella, para ella poder ver a su amado de verdad, su amor imposible, Steven, Aitana le había explicado que de todos modos sabía que Eric estaba ebrio y no la reconocería, la noche en la que ese hombre en medio del alcohol la hizo suya. Él jamás le creería. La consideraría una mentirosa, una manipuladora, una impostora aún mayor de lo que ya pensaba.

El silencio de Bianca fue su condena. Las palabras de Eric continuaron, cada una como un latigazo.

—¿Lo ves? Silencio. La verdad te carcome, ¿verdad? Siempre fuiste una facilona, una mosca muerta que se hacía la santa. Mientras he estado trabajando, tú estabas abriendo las piernas para el primero que pasara.

Las lágrimas brotaron de sus ojos, calientes y dolorosas, pero no emitió sonido alguno. Cualquier defensa sería inútil. Él ya había juzgado y sentenciado. La crueldad en sus ojos era insoportable, un pozo sin fondo de desprecio. Se sintió más pequeña que nunca, vulnerable, y completamente sola frente a la implacable furia de Eric Harrington.

—Eric... basta.

El doctor salió dejándolos a solas. Apenado por la mujer.

—¿Basta? ¿Quieres que te aplauda? ¿Qué te dé un premio? ¿Sabes que te daré? El divorcio, felicidades Bianca.

Ella no lo miró y sí se quedó con sus manos entrelazadas. Adolorida. No se disculparía, no pediría perdón.  ¿Por qué hacerlo de nuevo si no era culpable de nada? Estaba cansada de ser señalada, y era inocente.

—Es tu bebé, ¡es tu hijo! —apuntó —. Estuvimos juntos, no lo recuerdas, pero pasamos la noche juntos.

Una carcajada seca de parte de Harrington le aseguró que, sin importar cuánto lo intentara, solo recibiría odio de su parte.

—Buen intento —se levantó de la silla que ocupó —. Volveremos al piso, no hay nada más que hablar, terminaremos con este absurdo matrimonio, mis padres y los tuyos no se opondrán, después de todo tú has fallado. Tus padres deberían ir pensando a donde ir, no creo que mis padres tengan compasión por lo que la hija de sus consuegros ha hecho.

Más que una amenaza, resultaba ser un dictamen.

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