03

El día de la boda, casi dos semanas después había llegado.

En el suntuoso vestidor Bianca se miraba en el espejo. El vestido blanco, inmaculado y costoso, parecía una burla cruel a la pureza que representaba. Sus ojos, enmarcados por las lágrimas contenidas, eran charcos de desesperación. El nudo en su garganta no era de emoción nupcial, sino de terror. Estaba a punto de casarse con el hombre que amaba en secreto y que ahora la despreciaba más que a nadie.

Estaba a punto de convertirse en la sustituta de su hermana.

De pronto, una figura se reflejó en el espejo detrás de ella. Bianca contuvo el aliento, el corazón latiéndole con fiereza. Era él. Eric Harrington. Vestido impecablemente con un chaqué oscuro, su presencia era imponente, casi abrumadora. Sus ojos, témpanos de hielo azul, se posaron en ella a través del reflejo, y una onda de frío le recorrió la nuca, erizándole la piel de pies a cabeza.

—Eric —pronunció Bianca, su voz apenas un suspiro de aire atrapado.

Él se movió con una lentitud deliberada, posicionándose directamente detrás de ella. Bianca casi murió del susto. Sintió su olor —su perfume caro y amaderado— envolviéndola, su imponente estatura proyectando una sombra sobre ella. El imperioso latido de su corazón se detuvo por completo cuando sintió el aliento frío de Eric rozar el lóbulo de su oreja.

—Jamás podrás ser como ella, Bianca —susurró, su voz baja y cargada de una crueldad calculada—. No te tocaré, no te consideraré nadie. Te recordaré cada día por qué debiste ser tú y no ella.

Bianca tembló incontrolablemente mientras Eric acababa de pronunciar esas palabras. Su mente se negaba a procesar la magnitud de su tormento. Con una actuada delicadeza que le provocó escalofríos, Eric extendió una mano y le puso un colgante alrededor del cuello. Era una rosa de oro, intrincadamente diseñada, pero con espinas que parecían sobresalir amenazadoramente. El simbolismo era brutalmente claro.

Ella se volvió hacia él, sus cuerpos quedando a una distancia peligrosamente cercana, sus miradas atrapadas. El aire entre ellos vibraba con una tensión eléctrica.

—Nunca quise ser tu esposa —rugió Bianca entre dientes, su voz apenas audible, pero cargada de una furia desesperada.

Eric se inclinó aún más hacia ella, su rostro a centímetros del suyo, su mirada recorriendo sus ojos suplicantes hasta detenerse en sus labios temblorosos, como si quisiera deleitarse con su vulnerabilidad.

—Entonces, ¿por qué evitas mi mirada? —susurró, una burla cruel danzando en sus ojos—. ¿Por qué te cuesta tanto hablar delante de mí? Siempre has sido así, Bianca. Una tonta.

Las ganas de llorar la invadieron, un torrente que amenazaba con arruinar el elaborado maquillaje. Bianca apretó los puños y se contuvo, su rostro se endureció en una máscara de desafío vacío. No le daría la satisfacción de verla rota. No le daría el placer de arruinar su "gran día".

Eric soltó una risa seca, desprovista de humor, y abandonó el lugar sin decir una palabra más, dejando a Bianca sola con el eco de sus crueles palabras. Bianca observó el colgante en su pecho, la rosa con espinas. ¿Por qué le había dado algo tan cargado de simbolismo, algo que gritaba su desprecio?

La ceremonia se llevó a cabo en un salón grandioso, abarrotado de personas que parecían ajenas a la farsa que se desarrollaba. Bianca caminó por el largo pasillo, colgada del brazo de su padre Bruno, quien, por primera vez en semanas, parecía cumplir con su papel, aunque su agarre era formal, no afectuoso. Al final del camino, Eric la esperaba, su rostro una máscara impenetrable de fría elegancia.

Cuando su padre entregó su mano a Eric, él la tomó con una delicadeza falsa, una caricia calculada que prometía tormento. Dijeron sus votos —palabras huecas, promesas vacías— ante la mirada de todos. El oficiante los declaró marido y mujer, y un estruendo de aplausos llenó el lugar, un coro de felicitaciones que se sintió como una burla. Bianca se sintió un poco mareada, un vértigo que atribuyó al hecho de no haber comido nada en todo el día, la ansiedad devorándole el apetito.

De pronto, Eric se inclinó hacia ella, su aliento cálido contra su oído, pero sus palabras eran hielo puro.

—Te arrepentirás de haber dado el "sí", impostora —susurró, su voz tan baja que solo ella pudo escucharla, pero cargada con una dosis letal de desprecio.

El desprecio era evidente en cada fibra de su ser, en cada músculo tenso de su mandíbula. Y aun así, delante de todos, Bianca debía fingir que todo estaba bien, que era la novia feliz y dichosa. Una sonrisa se formó en sus labios, una mueca vacía que solo adolecía su alma, una promesa de un infierno personal que acababa de comenzar.

El banquete de bodas fue una farsa interminable. Bianca mantuvo la sonrisa fija en su rostro, una mueca dolorosa que solo ella sentía. Eric, a su lado, era una estatua de mármol, inexpresivo, apenas dirigiéndole una mirada. Los brindis, los bailes, las felicitaciones: todo se sentía distante, irreal, como si estuviera observando una obra de teatro donde ella era la protagonista forzada. La fatiga la consumía, un cansancio que iba más allá del físico.

Finalmente, la noche se cernió sobre todos, y con ella, el momento más temido.

Cuando Bianca estuvo en la suite nupcial, un espacio opulento y deslumbrante, decorado con flores frescas y una iluminación tenue. La cama king-size, adornada con sábanas de seda y pétalos de rosa, parecía una trampa. Bianca se sintió diminuta e insignificante en medio de tanto lujo.

Esperó. Cada minuto que pasaba era una eternidad. El silencio de la habitación era ensordecedor, roto solo por el latido desbocado de su propio corazón. ¿Vendría? ¿Cumpliría su amenaza de no tocarla, o su crueldad iría más allá? La incertidumbre era un veneno lento. El vestido de novia se sentía pesado, un sudario blanco que la asfixiaba. Se lo quitó con manos temblorosas, desabrochando los cientos de botones, y se puso una bata de seda que encontró colgada en el armario.

Horas después, las manecillas del reloj marcaron la medianoche, luego la una, la dos... No hubo golpes en la puerta, ni el sonido de pasos acercándose. Solo el silencio, frío y absoluto. Para su alivio —o quizás, para su desgracia—, Eric no apareció. La soledad se instaló en la habitación, una compañía amarga.

Se deslizó entre las sábanas heladas de la cama nupcial.

El tiempo transcurrió lentamente en la desolada suite nupcial. Bianca, exhausta y mentalmente torturada por los recuerdos del funeral y las palabras hirientes de Eric, yacía despierta en la cama.

Fue entonces cuando lo escuchó. Un sonido apenas perceptible al principio, pero que hizo que su corazón se disparara: pasos lentos y arrastrados en el pasillo. Se detuvieron justo frente a la puerta de la suite. Bianca contuvo la respiración, sus músculos tensándose hasta el dolor. El pomo giró con un leve chirrido, y la puerta se abrió en la oscuridad. Una silueta alta y tambaleante se hizo visible contra la escasa luz que se filtraba del exterior. Era Eric.

—¿Por qué has venido? —susurró ella.

Su presencia, incluso en ese estado vulnerable, seguía siendo imponente. El aroma a alcohol y su perfume caro flotó en el aire, denso y embriagador, mezclándose con el olor a desesperación que sentía Bianca.

—Maldición —siseó al casi caer.

Eric no encendió las luces. Sus pasos fueron pesados, vacilantes, mientras se acercaba a la cama en la penumbra, tropezando ligeramente con algo invisible. Bianca se quedó inmóvil, el terror paralizándola por completo.

Sintió el colchón hundirse a su lado, y un escalofrío le recorrió la espalda. Eric se había metido en la cama. El aliento gélido que había prometido no la tocaría ahora se sentía como un fuego abrasador en su piel.

Luego, las manos de él, tibias y torpes por la embriaguez, se posaron en su cintura, rozando la seda de su bata. Un gemido mudo escapó de la garganta de Bianca. Su corazón, que ya latía con una fuerza desbocada, comenzó a golpear descontroladamente contra sus costillas, amenazando con salirse de su pecho.

Eric se movió, su cuerpo pesado y desgarbado por el alcohol, y ella sintió su aliento caliente en su nuca.

—Aitana... —murmuró Eric, su voz arrastrada y casi ininteligible, un lamento ahogado—. ¿Por qué...? No... no me dejes...

Sus palabras eran confusas, fragmentos de un dolor que no lograba articular, pero que Bianca entendió perfectamente. La llamaba a ella, a Aitana.

Entonces Bianca supo, que incluso si se esforzaba, jamás ese hombre la miraría como miró una vez Eric a Aitana.

De pronto él la giró y ella quedó frente a su rostro.

—No estoy tan desesperado, como para hacerte mía —escupió en medio de su embriaguez, antes de darse la vuelta y dejar a la vista su ancha y fornida espalda desnuda.

Bianca se quedó congelada, ni siquiera el invierno era tan frío como Harrington.

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